aquella mañana

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Aquella mañana  el sol brillaba con una luz tenue, débil. Las nubes casi transparentes surcaban el cielo, veloces por la brisa que las impulsaba, y el frio húmedo calaba en los huesos. Pero yo no podía verlo, estaba demasiado ocupado, discutiendo con mi mente sobre lo que fue y lo que sería en aquel ajetreado día. 

Aquella mañana los pájaros volaban en manada, cantando una dulce melodía, las gotas de la pasada lluvia aún caían de los desnudos arboles y los perros olfateaban el mundo en busca de quien sabe que cosas maravillosas. Pero yo no podía verlo, las prisas me empujaban, el tortuoso trabajo me esperaba y el tiempo marcaba los límites. 

Aquella mañana viaje en un enorme autobús, recorriendo innumerables lugares, pintados con mil colores y construidos de mil maneras, colosales edificios y hermosas estructuras quedaban atrás con el correr de mi transporte. Pero yo no podía verlos, el teléfono no dejaba de sonar, los mails no dejaban de llegar y la información se agolpaba en mi agitada cabeza.

Aquella mañana entré a mi trabajo a la hora acostumbrada, mi malhumorado jefe me esperaba con su habitual mueca sombría, los innumerables trabajadores caminaban con cierta parsimonia, resignados ante la idea de otro día laboral, se miraban inquietos y proferían sonrisas falsas con las que acallar el grito que los consumía por dentro. Pero ellos no podían verlo, solo yo podía, pues aquella era mi realidad.

Algo sucedió aquella mañana, una turba de trabajadores se aglomeraba en torno a  algo. El ambiente olía entraño, un olor inverosímil, algo que nunca había sentido. Todo parecía borroso, como en un sueño del que no puedes despertar. Me acerqué a la turba de trabajadores y pude ver una escalera de unos dos metros tirada de mala manera sobre el suelo, una escalera que desprendía destellos extraños en mi cabeza. 

La gente se gritaba mutuamente, corrían como loco y agitaban las manos desespera-dos. Fue aquella mañana cuando al girarme me vi, despatarrado en el suelo, inmóvil y rodeado de gente aturdida.  Algo estrujó mi pecho, la incredulidad me abofeteó y mis sesos se revolvieron dentro de mi cabeza.  El miedo corroía mí ser mientras algo se gestaba a lo lejos, no podía afirmar cuán lejos, pero no lo suficiente. Una masa uniforme de luz nubosa comenzó a hincharse, yo no podía apartar la mirada, pero aquella masa creció hasta ser lo suficientemente  grande como para abarcar a un tractor, entonces todo se sumió en una calma letal, todo a mí alrededor desapareció. Estoy muerto…

Me volví corriendo desesperadamente  hacia el lugar en el que se encontraba mi cuerpo, fuerzas invisibles intentaban sujetarme, podía sentirlas tirar de mí desde mis extremidades, pero no eran lo suficientemente fuertes y yo daba la vida en cada esfuerzo por combatirlas. La realidad estaba en guerra con la ficción, el mundo parecía ir y venir con la intensidad de mi lucha y con cada brazada sentía la presencia de mi cuerpo más y más cerca.

La ficción cayó rendida, las fuerzas invisibles se deslizaron suavemente por mi cuerpo hasta desaparecer y el mundo volvió a ser el que conocía. Ahí estaba, de cuclillas, junto a mi cuerpo. Ya me acuerdo, resbalé de la escalera intentando ajustar unas tuberías en el techo, recuerdo el intenso dolor antes de perder el conocimiento, el fugaz miedo que me vapuleó en el trayecto de la caída: todo había sido un accidente.  

Las dudas lo inundaban todo, me quedé aturdido unos instantes como reiniciándome a mí mismo, hasta que un destello proveniente del extraño portal llamó mi atención, formas uniformes se movían en su interior, de un lado a otro: parecían estar curioseando. El portal comenzó a contraerse lentamente, con cada latido de poder el portal se empequeñecía. La verdad era que aquello no me importaba en lo más mínimo. Intenté volver a mi cuerpo, era lo único que se ocurría, pero un campo de fuerza translucido lo protegía de mí, hundí mis puños en el centro de aquel manto invisible mientras el miedo y la desesperación me atenazaban, luché con todas mis fuerzas, lloré con rabia y me esforcé al extremo de mi capacidad, hasta que logré crear pequeñas fisuras, parecidas a las de un cristal rompiéndose lentamente, por las cuales mis manos comenzaban a hundirse.

Algo me detuvo, miré nuevamente al portal, su tamaño se había reducido considera-blemente, los trozos de aquello que protegía a mi cuerpo se venían abajo lentamente, volviéndose blanquecinos hasta desaparecer. 

-¿Por qué quieres volver?  

La voz habló de nuevo y esa vez pude entenderla, no había cuerpo visible al que atri-buir aquella voz, pero algo me decía que provenía de aquel portal. ¿Por qué quería volver? No había respuesta para aquella pregunta, la verdad es que solo era un estúpido con miedo a lo desconocido, un estúpido cuyo único instinto era la supervivencia. Odiaba a mi trabajo, odiaba a mi ex mujer, mis amigos no tenían tiempo para mí y la adolescencia de mi hijo casi lo habían apartado de mí. No tenía nada por lo que volver.

Me puse de pie terriblemente tiste, las lágrimas empañaban mis ojos mientras miraba a mi cuerpo lívido, miré al portal por última vez, su tamaño no era más grande que él de una ventana. Tomé aire profundamente y sonreí esperanzado; quiero volver porque puedo. Dando un pequeño salto me arrojé sobre mi cuerpo.

Aquella mañana me desperté en la habitación de un hospital, recuerdos extraños azotaban mi mente. A mi derecha mi ex mujer dormía en un sillón y en el cabecero de la cama las flores irradiaban un aroma exquisito. Me levanté de la cama lentamente, con sumo cuidado besé a mi mujer en la frente y sentí su calidez y suavidad. Caminé hacia la ventana, disfrutando con el pícaro frio que subía por mis pies, hasta llegar a mi destino. El día era hermoso, la luz del sol bañaba la amanecida ciudad, los pájaros cantaban su melodía felices, el viento acariciaba las copas de los árboles y los perros volvían locos a sus dueños.

Aquella mañana entendí que la palabra poder solo tenía un significado, porque si puedes, eres poderoso, y después de aquella segunda oportunidad que tenía para enmendar todo lo que odiaba y todo aquello de lo que me arrepentía, estaba seguro de que no había cosa que yo no pudiera hacer.     


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