Abro los ojos

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Enviado el , clasificado en Intriga / suspense
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Un halo de luz pálida enmarca una figura desgarbada que se acerca a mí. Ella exhala un débil suspiro que sale acompañado del humo de un cigarrillo casi consumido por completo. Se sienta al borde de la cama y me mira, penetrante. No puedo estar seguro, pues a contraluz me cuesta distinguir su rostro, pero puedo sentirlo. Es una mirada de esas que te asaltan y te desnudan y te dejan indefenso. La ceniza del tabaco cae sobre mi mano. Cada segundo que pasa, mis ojos se acostumbran más al delicado brillo de la lámpara que cuelga del techo.

No recuerdo bien cómo es que he llegado a este cuarto de hotel, con las paredes lisas tapizadas de un color amarillo estridente y el piso cubierto de una alfombra gris que solía ser blanca. Miro a mi alrededor y lentamente descubro los detalles que van despejando la amnesia que entorpece mis sentidos: hay cuatro botellas vacías de whisky Castle Rock en la mesita de noche, junto a las cuales reposa un cenicero desbordante de colillas blancas y ambarinas. Un aroma a quemado revolotea en el aire, haciendo que poco a poco mi aletargado cuerpo se despierte. Crujen todas mis articulaciones cuando me enderezo sobre el colchón mugriento y deshago involuntariamente el nudo que se ha formado en mi nuca. Ella estira una mano firme hacia mí y acaricia el contorno de mi oreja derecha hasta llegar al lóbulo.

Y una vez ahí, todo se detiene. En ese fugaz momento recuerdo el mismo tacto y esa punzante mirada.

Comienza todo a las once en punto, en medio de una de mis ya rutinarias caminatas nocturnas. Llego a este sitio en la parte más olvidada de la ciudad que huele a muerte y a peligro. Me siento en la barra, la cual vibra bruscamente ante los golpes de un poderosísimo bajo. Un hombre de piel oscura y hundidos ojos negros se acerca a mí, inquisitivamente. Yo inclino la cabeza y hago una seña con la mano. Acto seguido, un líquido oscuro pasa de la botella al vaso y del vaso a mi garganta, desgarrándola mientras cae. A medida que la sensación avanza, mis oídos dejan de ser míos y se alimentan de los bestiales ritmos que sacuden la tierra bajo mis pies. De pronto, una chica muy delgada toma asiento en el banquillo que tengo al lado. Apenas la miro, siento una descarga eléctrica sacudir todo mi cuerpo. Ella gira el suyo en torno a mí y me señala con su afilada barbilla, sin dejar de mirar fijamente al hombre detrás de la barra. Él asiente y, de súbito, desaparece. Toda la gente en el mundo desaparece en el instante en que ella posa sus ojos verdes en los míos. Parece una feroz anaconda, con su piel olivácea forrada de cuero negro y su melena teñida de gris moviéndose al compás del hipnótico baile de sus pupilas.

Grito por dentro, pero mi garganta está cerrada. Ella frunce el entrecejo y esboza una sonrisa torcida con unos labios perfectamente pintados de negro. Estira su mano haciendo un ademán propio de director de orquesta y toca suavemente mi oreja. En su dedo índice alcanzo a distinguir un tatuaje, un símbolo que no logro reconocer. Un par de segundos pasan y me encuentro de nuevo en este cuarto de hotel, con las paredes aún tapizadas de amarillo y la percudida alfombra gris que solía ser blanca.

Entonces me percato de un destello en su otra mano. El destello desaparece en un breve movimiento y regresa, acompañado de una sensación de intenso ardor en mi pecho. Lo siguiente que escucho es mi desacompasada respiración y un ruido como de tela desgarrándose. Su cabellera gris se sacude violentamente frente a mí, al igual que mi cuerpo destrozándose al tiempo que aquel destello metálico lo penetra una y otra vez.

Después de un rato, todo se detiene. Mis manos caen pesadamente a mis costados y mi cabeza se ladea, no sin antes sentir su mirada una vez más, arrebatándome de golpe toda la vida que aún me queda. De nuevo esa sonrisa torcida. Son mis últimos instantes y es entonces que comprendo: estoy contemplando, frente a frente, cara a cara, a la mismísima muerte.

Cierro los ojos.


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