Bulevar de los sueños rotos

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Las tardes de domingo son para la familia. Por lo menos es así para los que tuvieron la suerte de encontrar el éxito. Voy por el parque, lleno de gente, niños, ancianos, skaters, vagos.  Me dirijo al trabajo a pie, como todos los días y tengo que pasar por el bulevar. Es ese el camino de entrada y salida al pueblo. Al final del parque se encuentra el bulevar, y al final del bulevar se encuentra la carretera.

 Es un camino angosto, siempre transitado. Más aun si es fin de semana. Allí como en la mayoría de tramos excesivamente concurridos, la gente aprovecha para ganarse la vida. Cuando el pueblo era pequeño, sólo estaba compuesto por algunas tiendas mayoristas. Donde la gente compraba sus productos en cantidad para venderlos a mayor precio. Pero ahora que el pueblo es más comercial, ambulantes y demás vienen desde otros lugares y se colocan en sus puestos a determinada hora y buscan ganarse el pan de cada día.

Después de atravesar oleadas de gente, empiezo a notar que el camino se hace más angosto aun. Y al bajar la mirada veo que en medio del tumulto está ese niño con dotes de artista, capaz de dibujar con tizas miles de rostros sobre la acera. Su padre al lado lleva en la mano un recipiente en el cual están escritas las palabras <<Apoya el arte>>. Sólo me basta girar la mirada hacia la izquierda para encontrar al anciano que probablemente fue abandonado por su familia, siempre usando una gorra bastante vieja y agitando una lata con un par de monedas dentro. Aquel anciano que cambió la técnica de mirar al suelo, por observar fijamente a todo aquel que pasa. Quizá porque esa fórmula le dio mejor resultado. Sin embargo, sólo una vez pude ver un gesto tan amable hacia ese señor, cuando en una noche de invierno, un muchacho se quitó la casaca que tenía puesta para colocársela al desafortunado anciano.

Doy dos pasos más y veo en el extremo de la acera a un hombre custodiando una larga manta con decenas de pares de calcetines encima. En una especie de anuncio hecho de cartón puedo leer <<4 pares por 5 soles>> y escucho sin proponérmelo el clásico <<Aproveche, aproveche>>. Llego a la esquina, aburrido de la misma escena cada tarde y antes de cruzar la pista, tengo que escuchar a este hombre vozarrón gritando <<Ahí tiene sus picarones a un sol mamita, a un sol>> Y cuando nota mi atención, sólo atina a decir <<A un sol los picarones caballero>>.

                La gente camina en bloques, como si intentaran ganar un premio por la familia más numerosa en las calles. Algunos se detienen imprudentemente en cada ridícula distracción que encuentran en el camino. Yo sólo sigo y me topo con un costal tendido en el suelo. Encima de él se forma una montaña de pelotitas de tenis, un par de raquetas de madera y un pequeño cartel que dice << Pelotas = 1 sol>>. Nada parece cambiar más adelante, al ver a una señora de probablemente base seis probando suerte con ropa de bebé a bajos precios.

              Miro la hora y me doy cuenta que estoy sobre ella, ignorando que a mi izquierda, sentado sobre una banca se encuentra un señor a quien la vida le quito el derecho de ver, y que meses atrás pude encontrar en un bus. Luchando por mantener el equilibrio dentro de ese oscuro mundo en el que debe vivir. El ciego hombre parece dormido pero siempre con una lata semivacía en la mano y un bastón en la otra. “Dios te bendiga”, es la voz que se activa cada vez que una moneda es introducida en su bastante vacía lata.

              No puedo distraerme más, tengo que acelerar el paso y pasar de golpe a la señora anticuchera, la reina de la tripita y el maestro de la papa rellena. Como dándome la bienvenida al centro comercial, me toca pasar por en medio de dos humildes lustradores de zapatos. Aquellos hombres que con una escobilla en mano y una lata de betún en la otra hacen sentir, aunque sea por un momento, a los pobres como ricos. Pocos se dan cuenta que al borrar todo rastro de polvo en los zapatos, también borran los restos de pobreza y subdesarrollo que dejó la tierra muerta, camino a casa.

               Al fin llego a mi destino, el centro comercial en el cual tuve suerte de encontrar trabajo y por el apuro olvido que acabo de pasar por el lugar que hospeda a decenas de personas que no tuvieron la suerte de encontrar lo que yo encontré. Ese camino en el que se intercambian monedas por esfuerzo. En el que la gente encuentra el sustento de cada día. El bulevar que si pudiera expresarse, sonreiría amablemente al saber que alberga a aquellos que no pudieron cumplir sus sueños en la vida. 


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