El fuego robado: un relato de terror clásico

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Derecho en el derecho, izquierdo en el izquierdo ¡Otra vez! Derecho en el derecho, izquierdo...

El proceso es simple, como hubiera dicho su padre el científico de haber estado a su lado; «¡lógico!» habría exclamado de haberse desesperado con él. Su discurrir infantil sabe diferenciar el zapato derecho del izquierdo, en qué pie va cada uno, y aún así el izquierdo se niega a obedecer. ¡¡Una vez más!! Un poco más lento esta vez. Pie derecho en el zapato derecho. ¡Bien! Pie izquierdo en el zapato izquierdo... Desesperado, tira el zapato todo lo lejos que puede, quebrando sombras que se ocultan del cuadrado de plata que rasga la oscuridad a través de la ventana; fulgor de una luna hinchada, tan llena de luz como vacío está su corazón. Algo en su interior le impulsa a llorar pero las lágrimas, secas desde hace tiempo, se niegan a diluir su frustración. En vez de eso, se le inflaman los ojos, siente un calor enloquecedor y la ira se desborda, arramblando con todo y contra todos; destrozando con su propio cuerpo maderas, telas y lozas hasta que los restos de la tempestad hacen sangrar su pie desnudo. Y la vida que se le va a chorros, espesa y caliente, le ayuda a recuperar el domino de sí mismo, busca a tientas el zapato perdido y comienza el proceso de nuevo. Pie derecho en el zapato derecho. Pie izquierdo...

¡Cómo echa de menos a Padre! Es incapaz de calcular cuánto lleva en aquella soledad. ¿Minutos? ¿Horas? ¿Años, quizá? Fogonazos de luz iluminan las tinieblas de su mente y en ellos al que identifica como Padre le enseña a comer, hablar o ponerse los zapatos, siempre atento a su reacción, como si lo estudiara; siempre con una sombra, un sentimiento que no logra entender, cruzándole la cara. Algo que también ha visto en...

La sangre de su pie desnudo le mancha las manos. Resignado, cubre las heridas con un lienzo no lo suficientemente limpio, gimiendo de dolor, incapaz de comprender que son los restos que aún tiene clavados los que le pinchan la razón, y se obliga a ponerse en pie cuando un fulgor anaranjado vence la pálida luz exterior; fuego de justicia que se extiende en una línea quebrada entre rostros cetrinos de campesinos, horcas de labranza y gritos de ánimo. El instinto innato de la supervivencia le urge a escapar y en su huida quiebra los huesos y la carne y la muerte del cuerpo que se enfría desmadejado en el suelo, desnudo de zapatos, y una mueca de miedo y repulsión impresa en su rostro de cera. ¡Eso es! ¡Esa era la sombra que cruzaba el rostro de Padre cuando tenía que acercarse a él! Miedo, pero también asco. Y la ira enciende al hijo abandonado, más destructiva que las antorchas de los campesinos que vienen a acabar con el horror que mora entre las piedras del castillo. Y aquel que lleva en su interior el fuego robado a los dioses inicia su camino de venganza, en busca del responsable de su dolor, del que fuera el moderno Prometeo, llámese Padre o Víctor.

Cuando la horda llega al castillo sólo encuentra mobiliario destrozado, el cuerpo irreconocible de uno de los sirvientes y una doble hilera de huellas en huida, la izquierda ensangrentada y varios centímetros más grandes que la derecha. Las pisadas del monstruo de  Frankestein.

 

B.A., 2014


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