Amando a Lucrecia

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Esta noche es él quien pregunta por ella. Recorre las calles bajo la lluvia, arrastrando el deseo de volver a verla.

–Mi hermosa Lucrecia –susurra,  escondido bajo el consuelo de su abrigo. Dos ancianas le miran fijamente cuando pasa por su lado –Hasta los viejos saben que te amo.

Las gotas de lluvia golpean su cuerpo, mientras un adolescente fija en él su atención. Dos chicas jóvenes, cuchichean entre ellas, esbozando una mueca.

Atrás quedó el tiempo en el que ella buscaba su consuelo, sumida en lágrimas y reproches. En aquellos días, no escaseaban mujeres y cualquier sonrisa se le antojaba más hermosa que la que ya tenía. Pero ahora, estaba solo.

Y la necesitaba.

Las miradas furtivas de los transeúntes no dejan de atravesarle. Él es la mejor atracción de la noche: Un vagabundo solitario, ataviado con un viejo abrigo gris, lleno de agujeros de bala. Tras sus pasos, un rastro de sangre, que es pisado por niños, perros, drogadictos. Por todos, menos por él mismo.

Y finalmente, ante él la casa de su amada. La joven Lucrecia, de tan sólo quince años.

Las viejas botas suben los escalones despacio, haciendo crujir la madera bajo su peso. Él intenta llamar al timbre, golpear en la puerta, pero no puede dejar de llorar. Está demasiado arrepentido para molestarla, así que se queda allí parado, bajo la lluvia del cielo y la de su alma, gimoteando como un bebé.

Mientras tanto, el ojo de Lucrecia le observa desde el otro lado, a través de la mirilla.

Es el tercer día que vuelve y a ella aún no le ha dado tiempo de deshacerse del cadáver.

Su nueva pareja se acerca a ella cuarteando la penumbra y se sitúa a su espalda. El corazón que guarda en su pecho se excita ante el terror de la joven y en muestra de agradecimiento, la abraza desde atrás, murmurando el sinsentido.

El cuerpo del mendigo, aguarda en la bañera, unos metros más allá. Aún le queda una pierna por cortar, pero está demasiado avergonzado para molestarla, así que se queda allí parado, bajo la lluvia del grifo y la de su alma.


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