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   Todos los días a la misma hora llamaban a mi puerta. La abría y me encontraba a una niña pequeña, llorando sin consuelo. Cuando le preguntaba quién era y cómo había llegado hasta allí obtenía el silencio como respuesta, pero en su cara se veía un reproche. Estaba enfadada conmigo y no sabía la razón. No conocía a esa niña de nada.

   Esa escena no tardaba más de media hora porque en cuanto iba a coger el teléfono para llamar a la policía, la niña había desaparecido como por arte de magia.

   Estuve investigando un poco el origen de esa niña. Pregunté a los vecinos si tenían alguna sobrina o alguna nieta de esa edad. Calculaba que tendría unos cuatro añitos. Nada de nada. También hablé con la policía y me dijeron que no había denuncia de niña desaparecida.

   Al día siguiente, a la misma hora, como todos los días desde hace un mes, llamaron a la puerta. La abrí, sabiendo qué me iba a encontrar tras ella. Mejor dicho, quién. Otra vez la niña, pero esta vez no lloraba, sino que estaba muy seria, con los ojos enrojecidos de haber llorado mucho.

   -¿Quién eres?- le pregunté. ¿Por qué llamas siempre a mi puerta?

   -Tú eres mi mamá. Ibas a ser mi mamá y no quisiste serlo.

   Todo esto debía ser una alucinación mía. ¿Cómo iba a ser mi hija? Esto era una locura. Pasó lo mismo de siempre: en cuanto llamé a la policía la niña desapareció.

   La “alucinación” siguió durante varios meses, y siempre igual. Pero un día dejó de aparecer. Menos mal, porque con mi reciente embarazo el estrés era lo peor.

   A los nueve meses nació una niña preciosa, a la que llamamos Lucía. Era lo mejor que me había pasado en mi vida.

   Lucía era la niña más buena del mundo. Sus ojos me recordaban mucho a los de la niña producto de mi imaginación, pero no le di la mayor importancia.

   Cuando Lucía tenía unos cuatro meses y estaba durmiendo en su cunita llamaron a la puerta. Noté un escalofrío porque sabía quién llamaba, lo sabía. Tenía la intención de no abrir la puerta porque quería que la alucinación no empezara de nuevo, pero aún así la abrí.

   Allí estaba. No había cambiado en absoluto. Parecía tener siempre la misma edad. Pero el semblante era distinto. Estaba feliz y sonriente.

   -Gracias

   Nada más decir eso se fue como había venido. Sin explicación alguna.


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