LA MASIA (PRIMERA PARTE)

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LA

MASIA

 

 

 

J.P. LORENTE

Después de un viaje de dos horas, y haberse perdido unas cuantasveces, encontraron un camino estrecho y medio asfaltado que surgía a la derecha de la carretera. Un cartel de plancha metálica, escrita a mano acon brochazos de pintura roja y sujeto a un poste torcido de madera, indicaba el nombre que buscaban.

Danielno se explicaba que no lo hubiesen visto en las tres veces que habían pasado por el lugar, carretera arriba, carretera abajo. Según su mujer,Sara, que estaba sentada al lado suyo, la culpa la tenía su manía de correr demasiado y no aminorar la marcha cuando había un cartel indicador.

Como era normal en aquellas situaciones, en la que no encontraban una dirección, acababan discutiendo acaloradamente, mientras que sus dos hijos,David y Raúl, sentados en los asientos posteriores, miraban en silencio por la ventanilla con expresión de resignación. Sabían que si daban su opinión entrarían rápidamente a formar parte de la discusión y sus padres les pedirían que inclinasen la balanza para ver de quién de los dos tenía la razón. Si la daban, tenían todos los números para que el que no la tenía se la tomara con ellos.

Por suerte habían encontrado el camino, y una vez el vehículo enfiló con precaución aquella destartalada carretera que tenía el asfalto muy castigado por continuas heladas y nevada invernales, se obró el milagro que la paz volvió a renacer en el habitáculo, y como cada vez que se daba aquella situación, hombre y mujer se acercaron forzadamente retenidos por los cinturones de seguridad para darse un beso en los labios y reír. Se acabó la discusión y volvió la tranquilidad.

El camino discurría sinuoso entre montículos que impedían ver lo que había más adelante. Circulaban muy despacio para prevenir que ningún vehículo que surgiera en la otra dirección los sorprendiera en una curva, ya que la anchura de aquella carretera cachumbrosa apenas permitía el paso de dos coches a la vez.

Después de una pendiente llegaron a una elevación que les llevó al inicio de un valle, planicie de hierba verde y fresca salpicada aquí y allá por vacas pastando tranquilamente mientras movían el rabo. También había enormes y peludos caballos sueltos que los miraban con curiosidad a su paso.

 

Para tranquilidad de los urbanitas ocupantes del vehículo, los márgenes de la carretera estaban delimitados por cables eléctricos que impedirían que los animales la invadieran y se empotraran contra ellos. David, de trece años los miraba con aprensión, mientras que en contra, Raúl, de tres años y acomodado en su sillita, iba con la boca abierta disfrutando de la nueva experiencia.

Al fondo del prado, se alzaban majestuosas unas montañas coronadas por mantos blancos y rodeadas de frondosos bosques de pinos rojos, negros y abetos. La naturaleza se expresaba en su máxima belleza. Hacía un día frío pero radiante y el sol resplandecía en un cielo azul intenso y limpio, sin una sola nube.

A la izquierda observaron una masía, y pronto comprobaron que la carretera los dirigía irremediablente hacia ella. 

Entraron entre dos columnas de piedra que flanqueaban el camino y poco después la ruta finalizó en una explanada empedrada, situada junto a la fachada principal de la masía. Habían llegado a su destino.

Cuando abrieron las puertas del coche, el primero en saltar fuera fue Laki, un perro pequeño y marrón claro con el hocico negro y las orejas caídas, de raza “mil leches” como le gustaba decir a Daniel. No tardó en olisquear la base de un árbol que había al lado de la explanada y regarlo generosamente mientras levantaba la pata trasera.

Una vez desataron a Raúl de su sillita, la familia al completo se encontró fuera del coche, envueltos en el fresco de la mañana y notando el cambio de temperatura tras haber disfrutado de la calefacción hasta ese momento.

Daniel no dejó de sorprenderse de que pudieran disfrutar de aquella propiedad un fin de semana entero por el precio que le habían pedido. La edificación de la masia era imponente. Consistía en una gran casa principal de tres plantas, centenaria, muros robustos de piedra y tejado de pizarra a dos aguas. La otra edificación, anexa a la primera, era una casa, también de piedra, de una sola planta y mucho más pequeña. Se intuía que antes de la rehabilitación que había tenido toda la edificación era un granero o corral de animales. En la actualidad presentaba una fachada con ventanas y puerta de acceso de madera maciza barnizadas al estilo rústico. En los alfeizar de las ventanas había macetas de tronco de árbol con bonitas flores de color lila, al igual que los dos grandes maceteros que flanqueaban la puerta de acceso, antiguas tinajas de vino reconvertidas en inmensas jardineras.

Delante de la casa había un prado de hierba verde y bien cuidada, donde se observaba una barbacoa gigantesca de piedra y delante de ella, un cubierto con una mesa y bancos, todo ello fabricado con troncos de madera. Daniel pensó entusiasmado que iba a fundir la barbacoa a base de hacer carnes y paellas.

Detrás de la barbacoa había una piscina rectangular y de considerable tamaño, con agua cristalina y calmada como la superficie de un espejo en donde se reflejaban las montañas nevadas.

Al lado de la piscina había una edificación de piedra y grandes ventanales de madera que Daniel sabía por la información que había del lugar en Internet, que era el salón de juegos, la gran sorpresa que tenían guardada para sus hijos. Aún así no les dio tiempo a decirles nada, ya que ambos habían salido corriendo y lo estaban explorando todo. En menos de un minuto les estaban gritando que en la sala de juegos había un billar, un futbolín y una mesa de ping-pong. Laki, contagiado por la alegría de los niños correteaba de un lado a otro sin parar de ladrar.

Daniel y Sara observaron abrazados como sus hijos iban descubriendo cada vez más cosas, y no paraban de darles información a gritos: “aquí hay leña” “mira mamá, en este cobertizo hay herramientas” “´¿podemos jugar en el salón de juegos?. Ambos pensaban que los niños se merecían disfrutar aquello aunque solamente fuese un fin de semana, ya que no se podían haber ido de vacaciones de verano por motivo de trabajo de sus padres. También por tema económico.

Habían encontrado aquella casa de alquiler por Internet, tras realizar numerosas búsquedas infructuosas. Al ser temporada baja, el precio había sido súper económico, ya que encima el propietario les había hecho una sustancial rebaja del precio inicial por la casa pequeña. Realmente el complejo constaba de sesenta plazas en la casa grande, la cual estaba cerrada y cinco en la pequeña. Tanto la barbacoa, como la piscina y la sala de juego era compartida por todos los inquilinos, pero como no había nadie más, eran los dueños y señores, eso sí, efímeros, de todo aquello.

 

Tal y como les había prometido el dueño, la llave de la casa pequeña estaba dentro del macetero-tinaja de la derecha de la entrada.

Cuando Sara abrió la puerta y accedieron dentro, ambos se sorprendieron de lo grande que era el interior.


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