«Al fin nos encontramos». Una fantasía

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No sé cómo he llegado hasta aquí, aunque tengo claro que ha sido cosa de Padre. Quiere que entienda porqué tuve que dar la vida por ellos, y por eso me hace saltar de un sitio a otro, viviendo épocas distintas. Estudiándolos; intentando comprender. Y a pesar de todo lo visto, o precisamente a causa de ello, cada vez estoy más confuso. He visto los horrores cometidos bajo la sombra de Padre, independientemente de la forma con la que fuera llamado, llorando amargo ante las injusticias perpetradas en el nombre de María. Y ahora me encuentro aquí, en una ciudad en aparente paz y clara festividad, sin saber qué se espera de mí.

La masa humana que me envuelve toma posiciones a ambos lados de la calle. Aguardan algo y me acerco. El tiempo trascurre, se ocupan los pocos espacios que aún quedan libres y noto cómo el nerviosismo aumenta, entre murmullo de conversaciones y algarabía de chiquillos, hasta que cae un significativo silencio plagado de siseos cuando una cruz enarbolada se hace visible al final de la calle. Le sigue una comitiva constante y ordenada de encapuchados silenciosos con cirios encendidos, en aparente penitencia, y de pronto la solemnidad con la que el público asiste a la procesión estalla en bullicio inexplicable cuando suenan cornetas y tambores, marcando el paso con el que se acerca un enorme escenario en el que se representa, detallista y sanguinaria, el momento de la crucifixión.

No puedo hacer otra cosa que estremecerme ante aquel pedazo de  Pasión, grotescamente acompañado por el jolgorio de la banda de música y los aplausos de los espectadores, y aún así no estoy preparado para la imagen entronada que cierra la comitiva; la representación de una María que nunca conocí, todo joyas y caros ropajes, tan extraña de esa otra que me diera de comer en su modesta casa, bella en su naturalidad, todo ternura en sus ojos… Y recuerdo su voz ligeramente ronca con la que entonaba cancioncillas populares con las que entretener las tediosas las labores del hogar, tan dulce que ninguna banda de música, por muy alto que tacara, podría igualar.

Salgo de allí con pies ligeros, apartando bruscamente a la multitud que grita entusiasmada ante la imagen, lo que provoca algún que otro grito airado que se funde con el clamor de la fiesta, y llego como en una nube hasta una plaza cercana, en la que los niños juegan y los adultos conversan mientras disfrutan de una cerveza o un helado que calme el calor de la jornada. Sólo entonces detengo mi huida, respiro hondo y busco un lugar en el que sentarme; donde preguntarme cuál era la razón de Padre para traerme aquí, pues lo que he visto se aleja mucho de lo que entiendo por amor a Dios. Entonces una voz quiebra el rojo que tiñe mis ojos. Entona una canción infantil sobre barcos de papel y nubes de algodón, y la sigo hipnotizado hasta un banco de piedra donde una joven acuna entre sus brazos la figura durmiente de un bebé. Me siento enfrente, junto a otra persona de la que sólo podría dar cuenta de su silueta, y disfruto del amor que explota en cada palabra como si fueran palomitas de maíz. Sólo cuando mi acompañante me dirige un «al fin nos encontramos» miro hacia mi izquierda, enfrentándome a unos ojos oscuros del color del chocolate caliente que me sonríen con ternura entre espirales de arrugas. Y mi corazón se alegra, pues en verdad que al fin nos encontramos.

–Maestro… –es lo único que puedo decir.

–Judas. Te he echado mucho de menos.

 

*       *        *

 

La joven asiste silenciosa a nuestra charla. El crío duerme profundamente y ya no es necesaria una canción que encauce su sueño. A sus jóvenes ojos somos dos viejos amigos que se reencuentran después de mucho tiempo. Lo que no podría siquiera imaginar es lo mucho que llevamos separamos.

Oír de nuevo su voz me llena de alegría, pero también me transporta al dolor de la tragedia compartida, lo que hace que me quede callado unos instantes. El Maestro me sonríe como un viejo lobo de mar que recuerda desde la lejanía las tempestades a la que tuvo que enfrentarse en el pasado, y se hace partícipe de mi dolor.

–Sufriste mucho, Judas…

–Infinitamente mucho menos que tú, Maestro.

–Puede ser. Pero tu nombre es maldito desde entonces, y eso no lo puedo remediar.

–Ese era el papel que me fue asignado. Así tenía que ser.

–Y así fue, lo que no deja de dolerme.

–Dime Maestro… ¿Valió la pena? –me mira con sus hipnóticos ojos de antaño, sin un reproche ante la duda lanzada; comprensivo como siempre ante la confusión–. Fuimos muchos los que dimos la vida para que tu pudieras salvar al hombre y, hasta ahora, lo único que he visto son las villanías y el horror de siempre.

–Te confesaré una cosa. En ocasiones, yo también dudo, y cuando eso ocurre vengo hasta este preciso momento, a este banco, y la escucho a ella. ¿No crees que quien derrocha tanto amor y sacrificio hacia algo tan indefenso merece ser salvada? Aunque sólo fuera por esta joven madre… Puedes creerme cuando te digo que mereció la pena.

Suenan tambores en la plaza y los dos nos giramos hacia la dirección de la que procede la música. Al parecer se aproxima una nueva procesión y nos quedamos esperando el desfile.

–¿Y qué piensas de toda esta… idolatría?

–Judas… –me reprocha con cariño–. No olvides que el hombre es de mente débil. Necesita que se le recuerden las cosas, y esto es una forma como otra cualquiera de mostrarle mi camino. Además, no deja de ser un bello espectáculo.

–¿Qué barbaridad veremos ahora…?

–Es la hermandad de El beso de Judas.

La voz nos coge por sorpresa. Un joven, sin duda el esposo de la chica, sostiene con delicadeza al niño dormido. Está a pocos metros de nosotros, erguido para ver la procesión, y sin duda ha escuchado mi pregunta. Sin embargo no muestra hostilidad, sólo curiosidad por esta pareja que asiste estupefacta a la fiesta de su ciudad.

–Sois extranjeros. ¿Me equivoco?

–Venimos de lejos, desde luego –le contesta el Maestro.

–Habláis muy bien, para… venir de lejos. Como os decía, esa es la hermandad de El beso de Judas.

–¿También lo sacáis a él… en procesión? –no puedo dejar de preguntar boquiabierto.

–Por supuesto. Aquí tenemos un dicho: «Si no hubiera existido Judas, lo habríamos inventado». Sin él, no tendríamos nuestra Semana Santa.

–«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» –se me escapa en voz alta, desternillándome de risa ante la joven pareja, que se aleja perpleja para ver la procesión.

–Judas…

–Lo siento Maestro. No lo pude evitar.

 

B.A., 2014


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