Luces sobre el mar (II)

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La siguiente garita es la mía, situada por debajo de la línea de batería de cañones. Se accede por una pendiente de rocas y piedra sueltas hasta prácticamente el filo del acantilado. Realizo el relevo de mi compañero, el cual estaba bostezando todo el rato y veo marchar la fila de la guardia hasta que desaparece detrás de una pared rocosa. 

Ya solo, miro las vistas y me quedo impresionado. Nunca había estado allí. Estoy en lo más alto de un acantilado de veinte metros y dispongo de una visión espectacular del mar. El agua refleja en suaves ondas la luz de la luna, la cual domina el horizonte, redonda, luminosa y grandiosa con sus manchas características que parecen un rostro. La bóveda del cielo está exultante de estrellas. Enfrente, las diminutas luces de las ciudades y pueblos de la isla de Tenerife. Más lejos, casi en el horizonte, y mucho más difuminadas, las de la isla de Gran Canaria.

Pienso que con semejante espectáculo no me voy a aburrir en ningún momento. Todo y eso me pongo cómodo. Me quedan por delante cuatro interminables horas.

Miro la garita y pienso que no es un sitio cómodo para estar, con apenas medio metro cuadrado de espacio, de forma casi cónica y pintada con cal. Solamente la haría servir si se pusiera a llover y no parecía que tal cosa sea probable con la magnífica noche que hace.

 Descuelgo el “CETME” de mi hombro y lo dejo apoyado en la pared de la garita. Escucho en mi cerebro “infracción grave”. Rebusco entre los bolsillos de mi chaquetón y encuentro lo que estoy buscando. Enciendo un cigarrillo. Segunda infracción. Me siento en una roca y disfruto del paisaje. Tercera infracción. Me quito la gorra. Si me viese el teniente me mandaba al calabozo, fijo.

Disfruto del lugar. Huele a sal arrastrada por una suave y fresca brisa. Las olas rompen contra las rocas de abajo y fuera de eso, todo es tranquilidad.

Puedo ver la figura inmensa y piramidal del Teide recortado contra el negro cielo, con una alfombra blanca en su cumbre que resplandece, todo y la lejanía, bajo la luz de la luna. Es impresionante y me arrepiento de no llevar una cámara fotográfica.

Pienso en mis amigos, los cuales están haciendo el servicio militar en diferentes partes dela Península.Loque se rieron de mi cuando fuimos al “Sorteo”. – tío, te ha tocado donde Cristo perdió las zapatillas – me dijeron.

Pero ahora no me arrepiento. Estoy muy lejos de mi familia y me quedan un par de meses todavía para poder ir a verlos, pero pienso que éste momento merece la pena vivirlo.

Este invierno de 1985 está siendo especialmente duro enla Península, según tengo entendido. Hay una ola de frío que está causando muchos problemas. Mis amigos están destinados en Zaragoza, Madrid, País Vasco y uno está en los Cazadores de Montaña de Berga. No creo que lo estén pasando muy bien. 

Incluso en Canarias, el invierno estaba siendo más frío de lo normal y por la noche es necesario ponerse el chaquetón tres cuartos.

Me entretengo en mirar la inmensidad del océano. El horizonte brilla bajo la luz de la luna. A lo lejos observo las luces de un barco, seguramente un mercante o un petrolero, que se desliza muy lentamente hasta que desaparece en el puerto de Santa Cruz de Tenerife. El resto de la superficie del mar permanece desierta y tranquila.

Me levanto, apago el cigarrillo sobre una piedra y me meto la colilla en el bolsillo del pantalón para eliminar pruebas de mi “crimen”. También me pongo la gorra y recojo el “CETME”. No me fío que hagan una inspección sorpresa por los puestos de vigilancia, el teniente de guardia nos ha demostrado que es un tipo estricto y meticuloso. Camino por el borde del acantilado, eso sí, sin acercarme demasiado al borde. Además de que tengo vértigo no quiero tener un traspié con las numerosas piedras y rocas que hay en el suelo y me vaya para abajo. Miro ladera arriba con la esperanza de ver el puesto de guardia de los cañones, pero una hilera de rocas situadas a unos cincuenta metros de mi me lo impide y de repente siento una profunda soledad. Es como si todo el mundo hubiese desaparecido y fuera el último ser humano sobre la tierra, tal es la sensación de aislamiento que siento y la que éste sitio me produce.

Miro el reloj y solamente ha transcurrido media hora que estoy allí, pero me parece un siglo.

Paseo de un lado a otro intentando matar el tiempo, e incluso silbo alguna melodía que me ha venido a la cabeza. Intento pensar en cosas agradables, como cuando me iba de marcha con mis colegas a la discoteca, o a la playa. También pensé en las comidas familiares, muy concurridas y generalmente alegres. Me doy cuenta de la gran añoranza que tengo de mis seres queridos. Es normal, llevo meses sin verlos. Echo de menos las broncas de mis padres, las discusiones con mi hermana mayor y que mis dos hermanos pequeños me molesten.

No echo de menos el trabajo que tenía antes de irme a la “mili”, la rutina insoportable, las largas jornadas laborales delante de una puñetera máquina. El jefe me dijo que me guardaba el puesto para cuando volviera, pero creo que va a ser que no. Había estado dos años haciendo lo mismo y no quería estar el resto de mi vida viendo pasar los días, meses, años sin conocer otra cosa que el ruido mecánico y martilleante de una cadena de producción. Si dos años de mi vida habían pasado tan rápido y tan poco productivos espiritualmente para mí dentro de la fábrica, no quiero ni pensar lo que me espera cuando vuelva. Jamás me lo hubiese planteado si no es por la experiencia que estoy viviendo en el cuartel. He conocido a mucha gente interesante y de muchos sitios diferentes. Me han impregnado con sus vivencias, conocimientos y experiencias. Existe otro mundo que tengo que explorar. En resumen, tengo que vivir y aprender equivocándome.


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