Golosinas

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-¡Las doce, a la cama!-mi madre cumplía con su ultimátum, y me desterraba a mi habitación sin dejar que esperara a mi padre, que llegaba desde Barcelona. Sinceramente, más que el amor filial, lo que me impulsaba a vencer el sueño, contenido desde la diez de la noche, era la esperanza, siempre satisfecha, de algún regalo exclusivo para mí. Pero esta vez tendría que esperar a la mañana siguiente. Pasado un rato, quizás por el nerviosismo o por los dos vasos de Fanta de naranja que me había tomado esperando, salté de la cama para visitar el baño urgentemente. En el trayecto de ida pude ver, a través de la puerta entreabierta del salón, la chaqueta de mi padre vistiendo el respaldo de una silla de la mesa de comedor. Una vez aliviado de mis apremios, volví sobre mis pasos y entré al salón para registrar la prenda. Tenía unas pocas fichas de teléfono, un paquete de tabaco a medio consumir, algunas monedas y un paquete de kleenex. Abrí las solapas para franquearme el acceso a los bolsillos interiores y allí hallé la cartera de mi padre, la que le habíamos regalado mamá y yo el último 18 de marzo, un encendedor desechable y un envoltorio con lo que parecía ser un chicle. Lo guardé en mi pijama y volví presto a la cama con el botín recién sisado. A la mañana siguiente, no pude contenerme y, sabiendo que mi madre me lo tenía prohibido, abrí el sobre que contenía el chicle. Cual no fue mi sorpresa cuando comprobé que se trataba de un globo transparente y pringoso de esos que los payasos usan para hacer globoflexia, pero más corto y con la boquilla muy grande. Como no había comido nada antes de desayunar, no corría peligro de que me regañaran, así que me presenté en la cocina, donde ya desayunaban mis padres y le pedí a mi madre que me hinchara el globo.

-¿De dónde lo has sacado?-me preguntó, al tiempo que se volvía para mirar a mi padre que, blanco como la pared, sostenía una tostada inmóvil, como si estuviera muerto.

Ahora veo a mi padre un sábado al mes. Siempre me compra chicles y globos, de los de verdad.

MORALEJA

Ser buenos o malos padres (buenas o malas personas), no depende del orden de los apellidos.

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