1ª Parte - La esperanza duerme en brazos de su madre.

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                                             1ª Parte -

                     La esperanza duerme en brazos de su madre.

Sentí el frio del afilado filo acerado de la guadaña herir mis carnes. El tacto suave y templado de la obscura sangre al manar por mi llaga abierta. El peso de la sombra negra de la muerte sobre mis hombros hizo flaquear mis piernas, que doblaron mis rodillas. Con ellas clavadas en tierra, la cabeza inclinada hacia delante y las manos apoyadas en las verdes hierbas, en un acto desesperado de vida, inspire el ultimo soplo de aire izando mi cabeza, y fijando mis vacios ojos en el cielo azul, con agónica voz, grite cuanto me fue posible

 –¡Aún no es mi hora! ¡Aún no es mi hora!

 Mi propia voz me despertó. Asustado, me incorpore de golpe y mire a mí alrededor. El techo había desaparecido, las paredes blancas se han vuelto oscuras y rugosas. Una tenue y parpadeante luz rojiza lo ilumina todo. El ruido cesó. El sonido se volvió viento.

 Aún en vigilia, recuerdo que observaba, tumbado desde mi lecho, la lluvia caer a través del cristal de la ventana, en el séptimo piso en que vivo, de un edificio en una ciudad que nunca duerme. Sus calles son regueros de buscavidas camino de sus hormigueros. Siempre hay quien transita en alguna dirección. En multitud de viviendas se encienden o se apagan luces, en muchas de ellas, unos nacen y otros mueren. Hay quien llega a decir: que dormitan. La gota de agua resbala hasta el alfeizar de la ventana, donde aguarda la siguiente, para después, juntas, precipitarse al vacío de la calle.

 Retumbó en mi mente el estruendo del duro chasquido de la gota contra el cemento, e hizo que reaccionara, que abriera los ojos aun más, de par de par. Comienzo a moverme. Me incorporo. En la semioscuridad en que me encuentro, me encamino hacia un fanal de luz, muy tenue. Es un atrio, a través del cual, a lo lejos, se distinguen discretos puntos de luces pálidas… ¿Estrella?

 Me tiemblan las piernas. Siento el frío del lugar. Cuando llegó al final, mi corazón se violenta bruscamente. No reconozco el paisaje. Más aquello es hermoso y relajante.

 –¡Debo de estar soñando! ¡Sí, eso debe ser! Más… –después de pensarlo un momento– nunca he tenido un sueño tan real como este.

 Me encuentro situado en lo alto de un pequeño terrado, al final un vasto conjunto montañoso, que se alarga majestuoso por todo el sur de una península, incluso continúa por debajo del mar, para surgir de nuevo formando unas islas al este. Es un macizo escabroso, cordillera escarpada e inhóspita, refugio de innumerables plantas y otras especies animales, de una altitud considerable sobre el nivel del mar, frente a un bello paisaje iluminado por la suave luz del sol de media tarde. Fértiles valles alimentados por numerosos ríos, que brotan de innumerables manantiales. Montes arbolados y montañas nevadas, en planicies floridas. Sierras que corren paralelas entre sí, ríos, cascadas y grutas, y susurre:

 –“Cuanta hermosura hay en este mundo”

 Y escuche en el sonido del silencio, las palabras con que me hablaba el viento:

 –¿Son hermosas estas vistas? ¡Verdad!

 –¡Si que los son! –le respondí.

 –“Todo lo que ves, una vez, se le prometió al hombre.”

 Me envuelve el vértigo. Mis pensamientos retornan a sus orígenes. Brotan en mi memoria la información almacenada por nuestros antepasados, en el transcurrir de millones de años, refugiados en las penumbras de cálidas y prehistóricas cavernas, alimentándose como las bestias salvajes, con lo que les proporciona la naturaleza, bajo la amenaza constante del exterminio. Antiguas moradas de brujos y espacio de aquelarres, entre sombras proyectadas por las centelleantes antorchas que iluminan la estancia, calentándose en una hoguera en el centro de la cavidad kársticas, envueltos en ropas de lana natural trenzada, cubiertos con piel curtida de lobos. El sabor dulce o amargo de las raíces ensaliva mi boca. Algunos, como verdaderos dueños de nada, miraron al cielo.

 Estoy de pie, en la gran sala de entrada a la caverna, desde la cual se bifurca hacia dentro en dos galerías. A través de ellas, es posible acercarse a las entrañas de la Tierra, por senderos de millones de años, construidos por el lento efecto del agua y la piedra. Es una comunicación entre dos universos: el exterior, bañado por el sol, y el interior, aún misterioso. En el subsuelo hay paisajes. Es oscuro, pero no inerte. No es la antesala de la muerte ni el camino hacia la nada. En él se generan los elementos básicos que dan lugar a la vida, el lugar en el que se alojan los grandes acuíferos que generan manantiales. Es donde están los minerales que necesitan las plantas para crecer y generar el oxígeno que permite la vida, es un universo desconocido. Del cual despierto.

 Me veo reflejado en un espejo, diferente, del que no puedo evitar mirarme a mí mismo, y le pregunto a la imagen, con vida propia, y que se parece a mí:

 –¿Quién eres? ¿Soy mi reflejo?

 –La pregunta no es quién soy yo, sino más bien, mírate y fíjate en mí, y dime quién eres tú. –me respondió.

 Cierro los ojos y aprieto los dientes con rabia, buscando una respuesta, para contestar mi pregunta. Y al abrirlos, he estado soñando. Y de nuevo sueño.

 Me veo en brazos de un hombre como recién nacido. Unos verdes e inteligentes ojos parecen estudiarme detenidamente. Mi madre descansa del esfuerzo realizado durante el parto, tumbada sobre un lecho elevado de paja seca, cubierto por pieles. El hombre que me sostiene en sus brazos camina hacia una pequeña azotea que hay a la entrada de la gruta, y sin saber bien porque, me alza cara al bello paisaje iluminado por las estrellas, y vuelvo a oír el susurro del viento:

 –“¡Mira como es de bello ahora! Quizás, dentro de unos años, te preguntes a qué mundo ha venido y qué futuro te aguarda.”

 La voz del silencio me vuelve a despertar.

 –¡Si no dormía! ¡Oh sí!

 El cansancio me rinde. El sueño se apodera de mí. Me despierta unos ecos. Todo está oscuro. Muy oscuro. El descanso no ha sido placentero. Mis ojos, poco a poco, se adaptan a la oscuridad rasgada por las luces de las antorchas. El silencio es roto, por el chisporrotear del fuego y el sonido metálico de las gotas de agua, al golpear sobre el suelo rocoso.

 Me encuentro solo y no sé si estoy despierto. Nuevamente me susurra el viento:

 –“La esperanza duerme en brazos de su madre.”

 

Continúa…


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