EL RED PARROT / Extraído del Capítulo 23 de mi novela "TIEMPO DE RENCOR"

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-¿Sabéis por que lleva este bar el nombre de “EL PAPAGAYO ROJO”?-.

 

El silencio se hizo inmediatamente, incluso, en las mesas más cercanas. Ninguno se podía creer poder descubrir la verdad. Esa verdad que su dueño eludía constantemente, empeñándose en dar un halo de misterio cada vez que algún visitante preguntaba el por qué de aquel nombre tan Inusual en un típico pub Irlandés.

 

Del que menos se podrían esperar, fue quien habló primero, cuando Julián, el farmacéutico y uno de los habituales en el Pub, tras escuchar la inesperada pregunta del primo de Milo, dijo.

 

– No, pero hoy no me voy a mi casa sin oír esta historia, aunque mi mujer me tenga preparado el finiquito cuando vuelva.

 

-Pues bien, Milo y yo somos de un pueblo costero del sur de Italia, con un litoral maravilloso y lleno de vida. También tenemos un campo fértil y generoso en todos los sentidos. La mayoría de las familias que llevan en aquel enclave costero al menos trescientos años se dedican a la pesca y a todo lo relacionado con el mar, y otros, como es el caso de la familia Bartóli, a la agricultura. Seis generaciones de viticultores corren por nuestras venas.

 

El pueblo y el centro neurálgico de la comarca están en el puerto de Pintóles, a ciento cincuenta kilómetros de Nápoles, donde a diario docenas de pequeños barcos pesqueros y de recreo salían a un mar tranquilo y generoso como es el mediterráneo. En esa región sureña la cordialidad entre sus habitantes es muy reverenciada y en ocasiones envidiada por las otras comarcas cercanas. Sólo se le podría poner un pero a nuestro pueblo y es la rivalidad con que, en las fiestas patronales, siempre se preparaban los mismos actos por duplicado. Las familias de agricultores y las de pescadores tienen distintas formas de ver la fiesta nacional. Y ahí llegaba un único y simple reproche que puedo, yo como hijo de esa tierra, poner a los míos. Nosotros como viticultores que aman su campo y se dedican en cuerpo y alma a él, casi nunca bajábamos al puerto más que en fiestas y poco más.

 

Cuando Milo y yo teníamos unos once o doce años nos acercamos al pueblo con nuestras familias por navidades, ya que en el puerto se acostumbraba a adornar los barcos dándole un aspecto espectacular y acogedor para todo el que se acercaba hasta allí. Unos días antes de Nochevieja, un velero de extraño nombre atracó en el muelle, justo delante del restaurante donde nuestra familia solía festejar esa noche tan especial. Los nombres y la forma de nuestros barcos eran totalmente distintos al que delante nuestro sobresalía por encima de todos los demás. “Cara bonita”, “Tus bellos ojos” o “Carmela linda” eran los nombres más comunes con que los pescadores bautizaban sus barcos, base de la economía de muchas de las familias por aquel entonces. El recién atracado no respondía, ni por asomo, a esa política de nombramientos que los pescadores resaltaban con vivos colores e incluso dibujos en algunos de ellos.

 

El velero, con sus tres mástiles a modo de los barcos piratas tan representados en las películas que por aquella época tantas veces se exhibían en el único cine del pueblo y sólo en verano, atrajo la atención de Milo como nunca antes nada lo hubiera hecho, parecía que sólo existía aquella embarcación en el mundo, lo único que quería hacer después de terminar las labores en la finca era bajar en bici hasta el muelle y sentarse a contemplar el velero como si fuera un espejismo que en cualquier momento se fuese a desvanecer. Los diecisiete días que duro su atraque nos los pasamos bajando al pueblo diariamente para que él pudiera hablar apenas unas palabras con quien era dueño del mismo y que, aparte de decir espagueti, era incapaz de retener cuatro o cinco palabras en italiano. El último día de permanencia del velero en el puerto y tras muchos intentos por hacerle comprender al capitán del “Red Parrot” que no entendía lo que aquel nombre significaba, con la ayuda de uno de los camareros Siciliano del café Lounge, por fin pudo traducir aquellas dos palabras que parecían tenerlo como hipnotizado, lo cual fue un problema añadido ya que luego la nueva pregunta lógica era ¿qué demonios era un Papagayo?.

 

El barco partió el nueve de enero de mil novecientos setenta y seis, dejando a un crío tan prendado de aquella nave y su original nombre, que cuando compró éste local, en éste lugar tan lejano de nuestra tierra, no tuvo que pensar ni un segundo en el nombre que le pondría.-

 

Todos los que alrededor de su mesa escucharon la peculiar historia, de la que no darían crédito si no viniera de un familiar directo, asintiendo con la cabeza, se propusieron no hacerle saber a Milo el conocimiento de la misma hasta que algún otro visitante ocasional se atreviera a proponer una alternativa al ya manido tema del nombrecito.

 


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