Pianissimo (VI)

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Eduardo giró el torso lentamente, no demasiado seguro de lo que iba a ver. ¿Un ladrón? Habría saltado la alarma de la casa. ¿Alguna alimaña procedente de la pinada que rodeaba la casa? Improbable.

Terminó de darse la vuelta, aún sentado en el sillín del piano.

Nada. Estaba solo.

Volvió a concentrarse en el teclado. Pero ya no le apetecía tocar. La música bullía en su mente. El duende aún no se había esfumado, a pesar de estar ya plenamente consciente, aunque algo soñoliento. Calculó que serían las tres de la madrugada.

El olor a moho y podrido aumentó. Ahora era poderosamente intenso. Arrugó la nariz. El corazón comenzó a rebotar rabioso en su pecho. Volvió a girarse.

Nada. Nada ni nadie. Sólo el horrendo olor a tumba vieja.

-No ha sido tan difícil, ¿verdad?

El pecho de Eduardo casi explotó del susto. Era una voz familiar. Lejanamente familiar, pero a la vez inidentificable: sonaba como un barboteo, como si surgiera de una ciénaga fatal. Se giró bruscamente.

Había una figura inmóvil apoyada en el marco de la puerta. El corazón de Eduardo latía desbocado. La figura avanzó por el salón, lentamente. Se detuvo a pocos metros de Eduardo.

La figura, casi fantasmal, llevaba jirones adheridos a los miembros. Jirones que en otro tiempo habrían podido ser un hermoso vestido. Largos cabellos de un color pajizo, casi blanco, le cubrían gran parte del rostro.

-Sigue tocando. Lo estabas haciendo bastante bien.

Era Lucía. Pero su voz no era la de siempre, no era la voz del sueño que atormentaba a Eduardo cuatro de cada nueve noches. Sonaba más rasposa, como oxidada, y era débil, tenue.

-Vamos, toca –barbotó, croó la aparición.

Eduardo estaba paralizado de puro terror. Su único movimiento consistía en unos temblores en las comisuras de los labios, como un tic nervioso.

-¡Toca! –rugió finalmente la aparición, ese cadáver maloliente que veinte años atrás había sido una adolescente, tímida, dotada de gran talento musical.

Pero Eduardo ya no quería tocar más. Ya era suficiente. Descubrió que tocar el primer movimiento dela Patéticalo había dejado extenuado mentalmente.

Abrió la boca para decir algo. Volvió a cerrarla. La visión de su hermana muerta, tal como debería estar en su tumba (en realidad, en su nicho), había provocado en él una parálisis cercana a la catatonia.

-¡Toca! –tronó Lucía, cada vez más iracunda.

-¿Por qué me obligas a tocar?

Eduardo se sorprendió de su reacción. Había roto el hechizo que lo mantenía paralizado y mudo. Su pregunta había sonado como un graznido, y su pecho aún retumbaba.

La aparición avanzó dos pasos más.

-No lo entiendes. No sabes nada. Acabas de tocar una pieza de piano, una meta que para ti era inalcanzable –la voz de Lucía había perdido el matiz furibundo. Era ronca, vieja, y casi susurrante, acariciaba dolorosamente los oídos de Eduardo, como papel de lija restregado con delicadeza, con mimo, un mimo que no evitaba el dolor- ¿Te sientes ahora mejor? Ya que por fin has tocado, ¿eres feliz de poder hacerlo?

Eduardo tragó saliva. Su nuez subió y bajó.

-Ahora mismo no.

-¿Por qué?

¿Por qué? ¿Por qué no se sentía mejor? Tal vez era porque estar hablando con un fantasma podía ser un síntoma de esquizofrenia; en todo caso, estaba más que claro que estaba sufriendo una alucinación, porque lo que estaba viendo no era posible que existiera. Los muertos no se levantaban de las tumbas, ni tampoco existía –al menos en su opinión- un plano espectral en el que habitaban fantasmas


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