Los últimos días de Alejandro(1)

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-Esas montañas siempre llaman mi atención… ¿qué crees que esconderán tras de sí, Hefestión?- Su joven amante miró un momento hacia las cumbres nevadas del Himalaya, que atraían la atención de Alejandro, dubitativo.

-¿Quién sabe Alejandro? Es posible que no haya nada salvo vacío, tal y como lo muestran los libros…

-Algún día, amigo mío, cruzaremos esas montañas y conquistaremos los tesoros que guardan…-dijo sin escucharle, absorto en sus propios pensamientos.

A orillas del río Hidaspes, el gran Alejandro de Macedonia descansaba junto a su ejército para la gran batalla que les aguardaba. En la otra orilla, una de las tribus más belicosas del subcontinente se preparaba para atacar.

Habían conquistado el imperio Persa, y nadie quedaba ahora para rivalizar con su poder. Y sin embargo, aún había algunos que osaban interponerse en su camino y luchar. Con un suspiro concluyó en que los aplastaría como a hormigas, y continuaría su camino.

Se le abrían las puertas de palacios y lugares que jamás hubiera soñado que existieran y pensó por un momento, en todo lo que podrían descubrir si seguían adelante. ¿Qué se escondía tras la gran cordillera? Tesoros, palacios, paraísos, sabiduría…Eso era lo que Alejandro deseaba, la sabiduría. Aquel deseo de conocimiento lo había empujado a conquistar medio mundo, y aún conquistaría el resto si tuviera las fuerzas necesarias.

¿Podía contar con sus tropas para llevar a cabo su sueño? Era algo que escapaba  a su entendimiento y que deseaba saber por encima de todo. Siempre había contado con el apoyo de sus tropas, y estos le habían seguido en batallas contra enemigos infinitamente superiores, como en Gaugamela, y los había conducido a la victoria. ¿No les había demostrado ya suficiente? Deberían estar seguros de la victoria de la jornada próxima, y de las que estaban por venir. Nunca le habían decepcionado aquellos hombres, y nunca había pensado que pudieran. Pero el temor a que estos se negarán a seguir avanzando a través de la jungla le invadía todos los pensamientos.

Podía ver el agotamiento en el rostro de sus soldados. Habían abandonado sus hogares de Macedonia y Grecia, y lo habían seguido a través del Asía Menor, hasta llegar a la India, los límites de su enemigo Persa. No podía pedir a sus hombres que siguieran alejándose de sus hogares para adentrarse en aquellas junglas, húmedas, sofocantes e infestadas de insectos. Darío había muerto, y el Imperio Persa ahora era suyo. Ya no había nada, pues, que les hiciera seguir adelante. Pero sí lo había para él. Deseaba poder conocer el mundo que le estaba vedado, y que se escondía tras decenas de reinos y ejércitos, pero estaba dispuesto a derrotarlos.

Se acomodó en su asiento, y tras dar el primer sorbo a su copa de vino, exploró los rostros de aquellos que se encontraban a su alrededor. A una cierta distancia, Hefestión lo miraba con ojos interrogantes.

Cansancio fue lo único que vio, cansancio y resentimiento en algunas de sus caras, y aquello lo asustó, pero también lo entristeció. Si daban la vuelta jamás volverían a tener semejante oportunidad, y no sería capaz de reunir un ejército para adentrarse en aquellas tierras salvajes. Tenía tantos planes para su nuevo mundo…

Pero tampoco quería perder a su ejército, que tanto había dado por él y por su sueño. Volvió la mirada en su compañero Hefestión, quien miraba el contenido de su vaso con curiosidad, le recorrió un escalofrío por la columna cuando sus ojos se encontraron, ojos cansados pero llenos de pasión. Si debía tomar una decisión, esta podía esperar.


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