LA REFLEXIÓN DE JULIO.

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Una mañana primaveral, donde la brisa acariciaría tu pelo y las hojas revolotean, donde los gallos inician su canto, invitando educadamente a la gente a despertar, un niño llamado Julio corretea descalzo por las frías tierras de la montaña. En su choza, su papá le dice que no se aleje demasiado, antes de sonreír satisfecho y sentirse el hombre más afortunado del mundo, al contemplar orgulloso la felicidad que rebosa un hijo.

Julio tiene apenas 10 años. Baja al rio, se lava la cara, y observa como los pequeños peces pasan por su alrededor, dándole los buenos días. Una mariposa, se acerca también a saludarle, y éste corre tras ella, donde un inesperado juego del “pilla-pilla” ha dado comienzo. Braco, un joven perro pastor blanco, baja en busca de este travieso niño con la lengua por fuera y el rabo a toda velocidad. Julio se despide de su amiga voladora, y se dirige al mejor amigo que tiene en esa montaña. De vuelta a la choza, su padre se prepara para sacar de paseo a las ovejas, que salen impacientes de su cuadra. El pequeño, decide acompañarle, como un día más, pero estando lejos de entender la responsabilidad que conllevaba dar esos paseos compartidos.

A pesar de tener tan solo diez años, Julio ya se conoce de memoria la dura ruta en una montaña que no precisa de carteles indicativos, ni mapas, y que cualquier persona poco acostumbrada a caminar en aquellos traicioneros caminos, acabaría elementalmente perdida. Quizás la ilusión irrefrenable de un niño hace que no sienta el cansancio, pues su adulto compañero parental, ya no está en edad de dar muchas caminatas como esas a lo largo del día. Ya en el tramo final de este maravilloso paseo para Julio, donde las amapolas se abrían a su paso y le hacían una referencia de bienvenida, las ovejas campan a su aire. Sancho, el burro, aguanta con paciencia los tirones de cola que el travieso pequeño le da, y Braco, disciplina con severidad a estas blancas acompañantes que a veces intentan ir a su aire, sin demasiado éxito. José, le intenta inculcar a su hijo una nueva lección, que acostumbraba a darle cada mañana, al final de aquella ruta, en lo alto de aquella colina:

-Julio, ven aquí, -le refiere su padre, dejando éste en paz no a Sancho, sino a una nueva y preciosa mariposa a la que intentaba dar alcance, -¿eres feliz?

-¡Sí! ¡Soy el mas feliz del mundo, papá!, -le responde entusiasmado nuestro alegre amiguito.

 Julio sabía leer, escribir y sumar lo justo, pues los pocos conocimientos que tenía su padre al respecto, eran los que le había inculcado. No, no iba a la escuela, ni tenía un solo amigo, que fuese niño como él. En cambio, con esa temprana edad ya sabía cuándo un cordero iba a estar de parto. Ya sabía qué huevos de gallina estaban listos para ser cogidos, hacer hogueras por él mismo, y estaba empezando a aprender el mareoso oficio de hacer quesos. Una enseñanza, que según su padre, era mucho más valiosa que cualquier aprendizaje de una ecuación compleja, o el conocer de memorieta todas y cada una de las ciudades que había visitado Colón. Cuando escuchaba a su hijo hablar de sus amigos, no nombraba personas, si no flores y animales que tanto se pueden ver y disfrutar en plena naturaleza. Y es que, cuando se es niño, lo más fácil del mundo es ser feliz.

-¿Qué te gustaría ser de mayor?, - le pregunta su padre, dando el paseo de vuelta a casa, seguidos por Braco, Sancho, y el resto de ovejas y corderos que caminan más preocupados porque su amo perro no se enfade, que por disfrutar de la naturaleza como hacia Julio.

-Pues…. Me gustaría ser... ¡Perro! ¡Uno fuerte y rápido como Braco!

-¡Ja, ja, ja! ¡Eso es imposible!

-No es imposible, papá. ¡Yo voy a ser perro, ya lo verás!

-Pues entonces tendrás que dormir en el suelo, con el frío, y comer huesos en vez de carne.

-Bueno… entonces me pido ser persona algunas veces.

-Eso está mejor… Y en los ratos que fueras persona, ¿Qué te gustaría ser?

-Pues… ¡Quiero ser como tú! ¡Y vivir en estas montañas, y seguir saludando a mis amigos para siempre!

Y ahí, mientras se esconde el sol, un niño corretea incansable, y un padre agotado, desea llegar a su morada, donde todavía le queda una dura jornada de trabajo, de la que Julio ni siquiera es consciente.

Bendita niñez.

 

El sonido abrupto del despertador, resuena con tanta fuerza que obliga a Julio a abrir los ojos. Se da la vuelta, mira la hora, y lo apaga. Las 04: 46 de la mañana. En la ventana, el tímido alumbrado de la calle le saluda de un modo muy diferente al de sus amigos de montaña, en aquel recuerdo que acababa de colarse en sus sueños. Tiene que pararse cinco segundos para recordarse que aquel lejano tiempo de felicidad en la montaña, donde fue niño y creció sin miedo a hacerse mayor, ya pasó. Ahora, estaba en la cuidad, en su piso, y tenía 37 años.

Ahora Julio sí odiaba despertarse pronto, pero tenía una cita pendiente con un señor, que en realidad poco conocía. Una vez vestido, con la maleta preparada, se despide de su vivienda para siempre. Pisa con fuerza la calle, sabiendo que ese silencio que reinaba en esos momentos iba a ser vital.

Una vez en la puerta de la vivienda de ese supuesto señor, llamado Miguel Bretón, espera, encendiéndose un cigarrillo. Diez minutos después lo tira, pues su concertado aparece. Julio se le acerca, y le saluda. El señor Miguel, le mira sorprendido, intentando reconocerle, pero no le da tiempo. Un balazo impacta certero en sus sienes, volándole la tapa de los sesos y esfumándole la vida a esa persona, que en realidad no conocía de nada.

Julio se aleja raudo, pero sin correr, de aquel cuerpo que yace sin alma en el suelo, bañado en un charco de sangre e incredulidad. En la primera papelera que le ofrece ayuda, entierra su pistola, no sin antes asegurarse que nadie le mira.

Mientras se dirige a un vuelo que saldrá en menos de una hora, Julio fantasea con poder cambiar de trabajo. Dándose cuenta, que por una vez había tenido más razón que su padre: sí se podía ser perro, pero nunca un perro bueno.

 

                                                                      FIN.

 


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