El sentimiento de un adiós.

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Hace tiempo que no escribía nada con respecto a los sentimientos que parten desde el puerto de mi corazón. Hace tiempo que no siento nada; nadie conseguía crear en mí nada parecido al cariño.

El hielo resbalaba a su antojo por mi cuerpo sin hacerme sentir frío. El gélido viento invernal trataba de acariciar mi rostro, que disfrutaba de su presencia. Mi amargo corazón deseaba el blanco color de la estación más fría en lugar del calor reconfortante de cualquier hogar. La esperanza perdida que había depositado en mi alma el adiós, paseaba en mi lugar por las lúgubres y desiertas calles que la impasible temperatura había desocupado.

Cuando toda ilusión estaba navegando, desorientada, por el mar del desconsuelo, la tierra se pudo divisar en el horizonte. Como una luz tenue va iluminando poco a poco la oscuridad, el rostro de su cara se me antojaba de perfección.

Cuando provoqué mi propio naufragio y llegué a puerto desconocido necesitaba comprender el nuevo mundo al que me enfrentaba.

El calor regresó a mi cuerpo, solo necesitaba mirar aquella bella figura para saber que el verano había llegado. No quería que desapareciera. Nuestros encuentros se hicieron más frecuentes según el tiempo avanzaba. Y el día en que mi confianza reapareció es digno de mención: Aquella tarde de mi verano particular, pues en la realidad que nos acontecía era finales de otoño, pude sentir como mi corazón se aceleraba en cada latido, mi respiración se cortaba y mi tacto sentía todo de manera desmesurada. Su piel y su olorse se fundieron con mi cuerpo. Así la conexión entre nosotros fue plena.

Tras ese día, los que le precedieron fueron acompañados de alegrías, de tristezas y de algunos enfados. Pero nuestro pulso estaba regulado para palpitar en la misma dirección.

El tiempo marchita todo a su paso y así la tristeza colmó nuestra vida, o mejor nuestra muerte. En la carretera del destino un obstaculo frenaba nuestro rumbo; la precaución para evitarlo no fue demasiado efectiva y al evitar chocar contra ese árbol caído en medio del camino pronto estabamos compartiendo su destido. Presa de la muerte mi camino ascendió hacia algún lugar. Pero esta vez mi camino no estaba guardado por sus pasos y mi felicidad volvió a esfumarse como el agua entre los dedos, como el humo entre las manos, como las lágrimas entre los párpados.

Cuando, desvanecida ya toda certeza, me di cuenta de que mi camino no era el mismo porque él aún no había sentido el dolor de un adiós. Así, despidiendome en una lejanía, comprendía el dolor que su corazón iba a sentir. ¿Y yo? Yo volvía a sentirlo hasta el ultimo segundo de mi vida. 


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