Inspiración II

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Habían pasado casi doce horas cuando abrí los ojos por el sol de la tarde que me arañaba los ojos. Me levanté y pensé que había roto mi promesa de no volver hasta poder escribir. Me sentía un sucio asesino de confianza. Así que para tapar mi asesinato agarré entre mis manos un bolígrafo y una hoja de papel y escribí lo que había pasado la noche anterior en forma de relato fantástico. Esperé a que se encontrasen los cuerpos y se enfriase el tema para intentar venderlo. Y lo compraron, no era demasiado bueno, pero lo habían comprado y por primera vez en varios meses pude llamar a mi mujer y hablar de dinero con una sonrisa.


El mes siguiente a ese momento fue mucho mejor que de costumbre, mis hijos me llamaban papá, mi mujer me sonrreía... Era perfecto, en realidad no, pero era lo más cercano a ser felíz que había estado en demasiado tiempo. Y entónces se terminó el dinero y todo volvió a lo de siempre. Lloros hambrientos y gritos de hierro inundaban mis oídos.


Ya que la otra vez había funcionado volvía a salir con intención de no volver hasta que pudiese escribir. Esta vez pasé cuatro días fuera de casa, eran demasiados. Sin comida, sin apenas ropa de abrigo por mi soberbia. Así que después de mucho pensar en mi ya, cajero habitual, decidí volver a matar para poder escribir.


Fue una decisión muy dificil, debería decir eso, lo sé, pero lo realmente cierto es que salí del cajero esa noche aún con el arma en el bolsillo y con dichas intenciones en mi mente. Nunca había pensado volver a matar,había sido en defensa propia, pero era el lugar más seguro para que no la encontrasen.


Era de noche, estaba solo en la calle, ni coches ni gente se cruzaban delante de m. Nada. Caminé durante horas, en el fondo, deseando que nadie se cruzase para no tener que matarlo. Y se cruzó una chica agarrada de su novio delante de mis narices. Eran felices, disfrutaban de risas y besos llenos de ‘’te quieros’’ y... amor. No lo merecían. No sabían lo que era el desamor de tu mujer e hijos. No tenían ni la más mínima idea de lo que era la vida.


Los seguí lleno de ira, pero caminaban hacia el centro de la ciudad. Así que soltando un grito de dolor me agarré a mi vientre y me dejé caer al suelo pavimentado de la acera. El novio se acercó a mi rápidamente. Y la pobre chica me miraba con una mezcla de tristeza, pena y angustia. Me preguntaron si estaba bien, si querían que llamase a la ambulancia. No. Si podían llamar a alguien que me ayudase. No. Si se podían ir o quería que me acompañasen a algún sitio por si acaso volvía a tener otro ataque de aquel dolor inesperado y recién conocido. Si.


Me acompañaron ‘’a la casa que tenía a las afueras donde estaba mi mujer con algunos familiares para hacer una comida familiar’’. Pobres ingenuos. Gente que se cree tal treta de un escritor sin palabras ya merecian morir mucho antes de toparse conmigo. Pero me acompañaron, y cuando hubimos estado bien lejos de cualquier posible polícia o testigo, me retrase unos pasos intentando seguir la amena conversación que me brindaban los jóvenes, y tomando el cañón de mi pistola di un fuerte golpe con la culata en la nuca de la chica, y empujé su cuerpo de una patada. La tiré al suelo de tierra y piedras. Mientras tanto el chico asimilaba todo aquello cogí la pistola de la forma tradicional, por la culata, y apunté a su cara. Me alejé unos pasos y le advertí que no intentase nada porque dispararía a su cabeza y le haría lo mismo a su noviecita.


Se quedó mirándome con la mirada más llena de odio que nunca había visto, y sonreí sintiendo los relieves de la culata de mi pluma. Amartille el arma disfrutando de cada pequeña vibración en mi mano y disparé a su pierna derecha. Cayó.


Al fin puedes entender mi sufrimiento maldito hipócrita. Ahora sufres, disfruta de tu realidad. Después de rematar la dulce cabeza de la chica aún inconsciente disparé al intento de arrebatarme el arma del apocopado jóven. No podría decir que disfruté de su muerte, mentiría, siempre es una pena matar a alguien. Pero necesitaba escribir, no era culpa mía ni suya. Era culpa de las musas que habían decidido abandonarme cuando más las necesitaba.


Escribí, esta vez una pequeña novela. Por la extensión, y la mayor repercusión de mi inspiración tardé más en publicarla, pero con el dinero solo de la venta de los derechos de autor tuve para muchos meses de facturas, comida, y amor.


Viví bien durante mucho tiempo con el dinero de la novela y lo que percibía por firmas de libros y similares. Pero me encantaba escribir. Ahora, no sé si por mi felicidad, o mi dinero ya no necesitaba matar. Pero compré un arma. La de mis amigos ya era demasiado pobre para que fuese la pluma de un escritor como yo.


Sucumbí si. Teneis razón. No debí hacerlo pero ¿Qué más da? Al fin y al cabo siempre que me inspiraba era con personas que lo merecian. Nunca con gente infeliz o moribunda. No soy ningún psicópata.


Ahora tengo amor. Comida. Vuelvo a estar casado y feliz.


Y esta es la historia de cómo un pobre escritor a punto de morir por la falta de palabras mató y mató sin ser nunca cogido ni por familiares ni por policía. Tampoco sus remordimientos o conciencia podían llegar a tocar su corazón. Él estaba haciendo lo correcto. Solo tuvo un fallo. Un fallo demasiado grande para poder seguir escribiendo. Fué feliz.

Así que una vez que se dió cuenta de su felicidad y de muchas conversaciones con amigos y no tan amigos, desconocidos o incluso rivales de trabajo. Decidió irse lejos. Tomó un poco de su dinero dejando el resto a su familia para que lo recordasen con buenos ojos y felicidad en el corazón. Compró una casa cerca de un bosque alejado de todo y de todos, y tomando su primera pistola empezó a disparar al acantilado que se levantaba delante de su pequeña casa. Esperó. Esperó. Siguió esperando. Y cuando fue la hora corrió como nunca. Se tiró del acantilado, y después de soltar varias carcajadas de felicidad, beso el cañón de la pistola que le habían regalado sus raíces y dejó que la misma cabeza que un día había convertido sus inspiraciones en escritos, pudiese sentir lo que sentían las presas de su arte cuando el acero surcaba carne. Y sonrió dejándose llevar.


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