LA ÚLTIMA SINFONÍA (primera parte)

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PRIMER MOVIMIENTO

 

"Se vende piano de cola Steinway serie D"

David saltó de su silla e inmediatamente llamó al número del anuncio.

Debió preguntarle dos veces el precio a la señora que lo atendió porque no podía creer que fuera cierto. Toda su vida deseó un piano como aquel, no sólo se trataba de un Steinway & Sons -la mejor fábrica en su opinión-, sino que la serie D es precisamente la joya de la corona, el buque insignia de la compañía. Pocos dueños de dichos pianos están dispuestos a venderlos y, cuando salen al mercado, los agudos gritos demandantes elevan el precio varios tonos por encima de su valor real.

Aquella era una oportunidad única y ese mismo día David lo fue a ver.

Llegó a una antigua mansión venida a menos, un lugar demasiado grande para la solitaria mujer que vivía allí.

Entró a la sala y entonces lo encontró, fue amor a primera vista: color negro, casi tres metros de largo, sin abolladuras ni marcas a la vista...; el piano era majestuoso.

Se acercó, y en lugar de sentir el típico olor a humedad que suelen tener los pianos viejos y abandonados, se sintió seducido por su suave aroma. Se aproximó un poco más y comenzó a recorrer la sensual curva de la caja de resonancia con las yemas de sus dedos, lentamente, como si se tratara de una tranquila pero imponente bestia a la cual no es aconsejable asustar.

David le pidió un paño a la dueña para quitar un poco del polvo que cubría su superficie y así poder observar el estado de la madera. Una pasada bastó para notar a prima vista el impecable laqueado de la cubierta, luego limpió uno de sus laterales y el mundo a su alrededor hizo un silencio de máxima cuando leyó, bajo la emblemática lira, unas delicadas letras doradas que decían: "STEINWAY & SONS".

-Era de mi marido -dijo la señora interrumpiendo la pausa-, quise conservarlo pero me recuerda demasiado a él.

-¿Puedo probarlo? -preguntó David con una alegre voz que delataba a su presto corazón.

- Por supuesto.

David se acomodó en la banqueta y tocó espléndidamente.

-Muchos han venido, pero ninguno tan talentoso como usted. Se han quejado de que el piano es incómodo, que necesita restauración, que tiene algún defecto..., de todo me han dicho.

-Los mejores pianos no se dejan dominar por cualquiera -dijo David.

-Usted me recuerda a mi esposo, él decía que con este piano tocaba mejor que con cualquier otro.

Minutos después ya estaban haciendo los arreglos de la venta.

Debió realizar algunas modulaciones en el salón principal de su casa para que entrara el nuevo instrumento. Allí tenía un piano vertical, el cual llevó a la habitación de huéspedes, pero el nuevo era considerablemente más grande. De todos modos logró que entrara y armonizara con todo el ambiente.

La primera tarde que lo tuvo, tocó sin parar. Su esposa Ruth lo escuchaba desde la cocina mientras preparaba una cena especial para celebrar la compra.

David estaba interpretando fantásticamente Preludio a la siesta del fauno, de Claude Debussy, cuando notó que alguien lo observaba desde la ventana. Se paró y salió al jardín, pero no encontró a nadie allí.

-¿Qué ocurre? -preguntó Ruth.

-Me pareció ver a alguien asomarse, un hombre con un sombrero extraño... no estoy seguro. Tal vez lo imaginé.

-Sigue tocando, por favor; lo estabas haciendo mejor que nunca.

 

SEGUNDO MOVIMIENTO

 

Practicando con su nuevo piano, David llegó a perfeccionarse en  piezas que antes le salían mediocremente. En menos de un año había llevado su talento a un nuevo nivel.

Sus amigos músicos fueron a ver su nueva adquisición, pero curiosamente los que tocaban sus teclas no lo sentían de la misma manera en que lo hacía su dueño.

Con sus hijos, Sara y José, ocurría lo mismo. Sara nunca más quiso acercarse al piano Steinway desde que la tapa del teclado le agarró los dedos cuando ella tenía cinco años -accidente que puso en riesgo su futuro en la música-, por lo que siguió practicando con el viejo piano vertical. José tampoco lo sentía cómodo, se equivocaba todo el tiempo cuando lo tocaba. De todas maneras, José nunca tuvo aptitudes para la música.

Los años pasaron y David fue volviéndose cada vez mejor. Se convirtió en un pianista muy respetado en el género de la música clásica, participando en numerosos conciertos. Tocó junto a las orquestas más famosas y comenzó a tener uno o más números como solista cada vez que tocaba.

No es común que los artistas lleven a sus propios pianos cuando van a tocar en público, pero un día David insistió en hacerlo, ya que se trataba de un concierto muy importante en el teatro El Libertador y no se sentía el mismo sin él.

A pesar del esfuerzo para transportarlo, llevarlo fue todo un acierto. Los críticos lo adoraron, David y su piano hicieron llorar a casi toda una audiencia de mil seiscientas personas con la interpretación de Tristesse, de Frédéric Chopin, para luego alegrarles el alma cuando cerró con Oda a la alegría, de Ludwig van Beethoven.

En la siguiente ocasión de relevancia volvió a ir con su instrumento. Iba a tocar en el teatro La Plaza, y cerraría como solista interpretando Las cuatro estaciones, de Antonio Vivaldi. Recibió memorables halagos por parte de las dos mil personas que asistieron. Todos los que lo escucharon juraron sentir los cambios de temperatura en el ambiente, y algunos llegaron a decir que, al terminar la obra, ya no recordaban ni en qué fecha estaban.

 

TERCER MOVIMIENTO

 

David tuvo muchos grandes momentos, pero todos ellos se vieron eclipsados por un suceso en verdad inolvidable: Su concierto solista en el teatro Colón. Por supuesto que no iría allí sin su inseparable compañero.

La cortina se abrió descubriendo al hermoso piano y el público comenzó a aplaudir. Pero al momento en que apareció David, las dos mil quinientas almas se pusieron de pie y lo ovacionaron, rindiéndole un homenaje prematuro al pianista que en ese entonces era considerado uno de los mejores del país.

David brindó un espectáculo impecable, haciéndole vivir a la audiencia una verdadera montaña rusa emocional, pero a mitad del concierto algo inesperado ocurrió.

El pianista no siguió con el repertorio de aquella velada, sino que caprichosamente comenzó a improvisar una dramática sinfonía. Los músicos que lo acompañaban se miraban entre ellos sin saber qué hacer, al principio intentaron seguirlo, pero la melodía que tocaba comenzó a desfigurarse hasta convertirse en una desquiciada e impetuosa tormenta de notas. Podían reconocerse fragmentos de diferentes melodías, como Cabalgata de las Valkyrias, de Richard Wagner; Overtura 1812, de Pyotr Tchaikovsky; y hasta algunas síncopas de la Sinfonía N° 25, de Wolfgang Amadeus Mozart; pero, en términos generales, aquella disonancia que interpretaba David con su piano era diferente a cualquier obra jamás escrita.

 

 

Continúa en la segunda y última parte:

http://www.cortorelatos.com/relato/13417/la-ltima-sinfona-segunda-y-ultima-parte/


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