Hábitos hasta el fin

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Se incorporó de su cama a las ocho en punto de la mañana, como siempre y se dirigió cojeando mientras estornudaba fortísimamente hacia la cocina, teniendo que bajar por unas escaleras, tras lo cual preparó unas tostadas exageradamente duras y secas con mermelada y mantequilla, ligeramente sosas, pero digeribles por su estómago. De no ser por su increíble sistema digestivo, probablemente ya no seguiría con vida, pues apenas masticaba la comida, costumbre insana que se remontaba a tiempos borrosos e inmemoriales para él y en general aquel hábito le hacía equiparable a un pato. Posteriormente quitó la mesa y se dirigió hacia el baño para asearse, rutina que seguía tan solo una vez por semana desde hacía más de sesenta años.

Una vez terminada aquella acción salió un momento al jardín para regar sus plantas, algunas casi tan viejas como él, tras lo cual cerró los ojos y respiró un poco de aire puro, pues era el único momento del día en el que salía al exterior normalmente, ya que tan solo salía a hacer recados una vez cada dos meses. Regadas las plantas y purificado Eusebio de aire puro decidió regresar al interior de su casa y se dispuso a escuchar la radio, tal y como siempre lo había hecho a las doce en punto del mediodía. Pasado un rato la apagó y se dispuso a comer una lata de judías y un poco de melón para el postre, ingesta que realizaba sin ganas y forzado por el instinto de conservación de la vida inherente al ser humano. Tras terminar de almorzar salió de la cocina y subió las escaleras por las que anteriormente hubo bajado para dirigirse a su habitación, pues allí iba a dormir su siesta a las tres de la tarde, como siempre.

El despertador sonó a las cinco, hora a la que siempre despertaba por las tardes, tan solo para bajar de nuevo las escaleras, abrir la puerta de su casa y salir durante cinco minutos para dar un paseo y saludar a los vecinos, método idóneo para que estos no pensaran que aquel anciano se había vuelto loco y se aislaba en su domicilio.

Pero la realidad era otra muy diferente de la que los demás observaban y él no sabía expresársela a nadie, pues pensaba que cada uno es dueño de su propia miseria y por lo tanto no tenía derecho a compartirla con los demás, ni siquiera con un médico o un psiquiatra, personas que tal vez necesitase dado su estado.

Finalmente, regresó de nuevo a su casa y nada más entrar se sentó en una silla, tal y como hacía siempre y se dispuso a contemplar el exterior a través de la ventana, acción que realizaba mientras lloraba en silencio y daba gracias de que nadie le pudiese escuchar o contemplar en tan desolador momento.

Unas horas más tarde se dirigió a la cocina para cenar unas rodajas de queso y chorizo, acompañadas con pan. No tomó postre, pues nunca lo tomaba por la noche por miedo a que le cayera pesado. Por último, recogió la mesa y tras escuchar un poco de nuevo la radio tomó la resolución de acostarse, pero no en su habitación, sino en la cocina, tal y como hacía siempre, pues por las noches le entraba el pánico y quería estar en la planta baja, temeroso de que alguien intentase allanar su morada, motivo que le impulsaba a cerrar la puerta con multitud de cerrojos e incluso a poner ciertos muebles frente a la puerta para bloquear la entrada. Después se acostó y tras dar vueltas durante un rato por la casa logró dormirse en un pequeño sillón situado en la cocina, al igual que había hecho la noche anterior, la noche de hace sesenta años en la que se sintió tan desdichado y así seguiría siendo hasta el final de sus días.


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