En un tren fogoso, dirección Atocha.

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Eran cerca de las cinco de la mañana cuando sonó la alarma de mi despertador. Me desperté sobresaltado y empapado de un sudor frío que recorría todo mi cuerpo. Había dormido algo intranquilo. Había soñado que una mujer tenía encomendada la misión de cruzarse en mi camino y enseñarme las puertas de un placer que jamás antes había podido sentir. Tengo recuerdos vagos del sueño y de la mujer que aparecía en él.

Miré de nuevo mi despertador, que ya marcaba las cinco y cuarto de la mañana. Me puse en pie y me apresuré a prepararme para salir en dirección a Sants, de donde salía mi tren hacia Madrid. Acudía allí con bastante frecuencia por motivos de trabajo.

A las seis de la mañana, vino a recogerme el taxi a la puerta de mi casa. Pusimos rumbo a Sants. Tras pasar el control y entregar mi billete a la azafata, me dirigí al vagón que tenía asignado: el número ocho. Busqué mi asiento: 6A. Dejé mi bolsa de viaje en la parte superior de mi asiento y me senté, esperando relajadamente a que el tren diera inicio a su trayecto.

Escasos minutos antes de que el tren echara a andar, una mujer morena, de altura media y con un vestido negro ajustado, que resaltaba sus mejores virtudes; tomó asiento dos filas antes de la mía. Antes de sentarse, me miró. Tenía una mirada penetrante, sumamente peligrosa. Me lanzó una sonrisa, conocedora de que sus encantos habían hecho mella. Me quedé paralizado y desvié mi mirada hacia la ventana, por la que ya podía ver que el tren adquiría cada vez mayor velocidad. Cerré los ojos. Volvió a aparecer ante mi la mujer del sueño de la noche anterior. Abrí los ojos rápidamente, asustado. Aquella mujer me perseguía. Ahora no lograba reproducir con nitidez su rostro, pero, en cierta manera, me gustaba que hubiera vuelto a aparecer y deseaba poder encontrarme con ella para poder conocer el placer que me prometía en sueños. Tenía la boca seca.

Me levanté de mi asiento y me dispuse a ir al lavabo. Quería refrescarme la cara. Me encontré la puerta del lavabo iluminada con una luz roja que indicaba que el baño estaba ocupado. Giré mi mirada hacia una ventana del vagón. Cuando se abrió la puerta del lavabo, me giré y vi a mi lado a la mujer que me había lanzado una mirada desafiante minutos atrás. Sin decirme nada, se anticipó y fue al interior del lavabo, haciéndome gestos para que entrara con ella. Tras quedarme varios segundos con cara de perplejidad, vino a mi y me empujó hacia dentro. Selló la puerta con el pestillo y, sin decirme nada, mordió suavemente mis labios.

Rápidamente nuestros labios se fusionaron y nuestras lenguas empezaron a buscarse la una a la otra. Aparté mis labios de los suyos y la miré con atención. Sus ojos, fuego puro, invitaban a someterse a una batalla encarnizada de final desigual. Volví a besarla con más fuerza, a la vez que mis manos empezaban a inspeccionar sus pechos. De repente, ella se echó a atrás y se despojó de su vestido negro. Jamás había visto unos pechos tan grandes. Corrí a arrancarle el sujetador. Tenía unos senos preciosos, como si hubieren sido tallados por el mejor escultor de la época. Sus pezones, ligeramente sonrosados, pedían a gritos ser mordisqueados. Fui directo a ellos. Los mordí, mientras apretaba con fuerza sus mamellas con mis dedos.

Ella, alzó su mirada al techo, y lanzó sus primeros quejidos. Su jadeo encendió aún más mi deseo de lograr la victoria en aquella contienda. Ella me apartó de un pequeño empujón y se sometió a mi, arrodillándose ante el poderío que acechaba por debajo de mi pantalón. Tomó mi sable entre sus manos y se dispuso a plantarle cara, con el peligro que ello conllevaba. Calmó mi osadía, cuando llevó mi arma hacia su boca. Cerré los ojos y clamé al cielo, dando las gracias por el placer que Dios había querido brindarme aquella mañana.

Abrí los ojos de nuevo y la miré atentamente. Ella apartaba con gracia el cabello de su rostro para poder besarme ahí abajo sin que nada ni nadie entorpeciera su faena. Notaba como me iba desvaneciendo, hasta que decidí ser yo quien adquiriera el control de la batalla. La alcé bruscamente del suelo y la puse frente a la pared. Le bajé las bragas, de lencería fina, e introduje mi espada, dispuesto a marcarle el camino de la pasión desatada.

Sus gemidos eran, ahora, más sentidos. Jadeaba sin parar, al mismo tiempo que yo imprimía mayor ritmo a mis movimientos. Penetré con mayor ahínco, hasta que nuestros cuerpos se paralizaron por completo. Un sudor frío, como el de la noche anterior, volvió a recorrer todo mi cuerpo. Noté cómo mis músculos dejaron de responder por segundos. Mi mirada se nubló por completo y vi, como a lo lejos, se desvanecía la figura de la mujer que me había estado persiguiendo hasta entonces. Recuperé la visión y vi a ella, que se vestía apresuradamente. Le pregunté:

- ¿Cómo te llamas?

- Rebecca. - Respondió-.

Sin mediar palabra más alguna, cogió el pomo de la puerta, la abrió y salió de nuestro lugar de combate sin dirigirme la mirada.

Minutos más tarde, cuando ya me había vestido y me había refrescado la cara con agua, salí del baño y me dirigí a mi asiento. De camino, la vi cómodamente reclinada en su butaca. No le devolví la mirada. Llegué a mi asiento y, sin quererlo, me quedé dormido al poco tiempo. La voz de la azafata a través de los altavoces del tren, nos avisaba de nuestra llegada a la estación de Atocha (Madrid). Desde la ventana vi como prácticamente todos los pasajeros ya habían bajado del vagón, excepto ella, que ahora estaba sentada junto a mi.


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