Sexo casual

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Encendió el ordenador sin una intención clara y, sin saber muy bien por qué, escribió en el buscador las palabras “sexo casual”. El primer resultado de la búsqueda la condujo a una página en la que se daban consejos del tipo no tomes decisiones cuando estés bajo los efectos del alcohol, no pienses que te va a llamar o no te enamores. Intentó imaginar a una mujer a la que le fueran útiles tales consejos, pero después de un rato decidió continuar la búsqueda. También aparecía, como no, la Wikipedia, donde se afirmaba que se trata de relaciones que están motivadas por la búsqueda de placer sexual. No entendiendo que una relación sexual pudiera tener otra motivación, simplemente sonrió y apagó el ordenador.

Se vistió con la intención de hacer algo atrevido y, con esa convicción, se puso un vestido corto que, sin tener nada de especial, a ella siempre le había parecido provocador. Decidió no ponerse ropa interior, la ausencia de bragas la excitaba, y los movimientos libres de su pecho la embriagaban aún más. Por calzado, unas esclavas.

Era jueves por la tarde, así que decidió que lo más práctico sería ir a una cafetería y esperar. Se sentó en la barra, en una zona que le permitía observar a todo el que entraba sin que fuera demasiado evidente. Y esperó. Esperó que entrara un tipo apuesto o interesante, por lo menos un tipo normal. Entraron muchos que coincidían con lo que ella esperaba pero, por algún extraño motivo, la dejaban indiferente. Aburrida ante una jarra de cerveza más amarga que nunca, comenzó a oler un perfume que le produjo una sensación extraña. A su lado se había sentado el típico chulo de playa. Llevaba una camisa blanca, con un cuello desproporcionado, abierta hasta el pecho. Del cuello le colgaba una cadena de oro con un anillo engarzado que se enredaba en una abundante mata de pelo, pantalones de pinza y zapatos brillantes de punta. Pidió un gin tonic y se metió un mechón de su melena engominada detrás de la oreja. La belleza quedaba muy lejos de él.

Aquel tipo era la antítesis de lo que a ella le parecía atractivo, estaba en las antípodas del buen gusto y, sin embargo, despertó en ella algo que la dejó completamente paralizada. No podía ni moverse, aquel olor penetrante y aquel aspecto grotesco la volvían completamente loca. Sentía su pecho tan oprimido que apenas podía respirar sin que se evidenciara su brutal excitación; se habría arrancado allí mismo el vestido si no fuera porque aún le quedada un resto de urbanidad. Intentó pensar en una frase que le permitiera entablar conversación, pero sólo le salió un tímido y casi inaudible “hola”. El tipo ni se inmutó o, simplemente no llegó a escucharla. Mientras ella continuaba absorta, idiotizada y embriagada por las sensaciones encontradas que le producía un tipo tan desagradable, él se levantó en dirección al baño. No se lo pensó dos veces, fue tras él inmersa en un asco y un deseo tan brutal que no la dejaba razonar claramente. El sexo está en la mente, se repetía en un intento de comprenderse a sí misma.

Entró en el baño y buscó, por debajo de las puertas, los zapatos de punta. Oyó como tiraba de la cadena y entonces, entró. No esperó ni un segundo la reacción de su contrincante, cerró tras de sí la puerta y fue directa al botón de su pantalón. El tipo no entendía nada, pero se dejó hacer. Ella le desabrochó lo poco que quedaba por abrochar de la camisa, le bajó los pantalones y los calzoncillos dejándolo casi inmovilizado y se arrancó con un solo movimiento el vestido. Las manos del tipo no daban crédito, se asió a su culo apretándolo con fuerza, atrayéndola, levantándola del suelo, aplastándola contra su cuerpo sudoroso mientras la cubría de babas. Ella intentaba apretarle los testículos con tal furia que casi creyó arrancárselos, y así, él con los pantalones en el suelo y ella completamente desnuda se estrujaron y retorcieron hasta que, con un movimiento rápido y certero, ella tomó su miembro y se lo introdujo con fuerza, mientras se apretaba contra su pecho buscando aquel desagradable y excitante olor. Asido a su culo, apretó y apretó, penetrándola, embistiéndola contra la pared hasta que no pudo más, hasta que un gruñido de satisfacción cortó el silencio solo empañado por el sonido de sus respiraciones.

Con la misma rapidez que entró, se puso el vestido en silencio y salió. Nunca supo su nombre, nunca conoció su voz, nunca más volvió a aquella cafetería, pero aquel día supo que el placer más elemental quedaba fuera de su comprensión y que si el sexo está en la mente ella era para sí tan desconocida como aquel tipo del extraño olor.


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