El cazador. Capítulo 2.

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Christopher conocía el Gran Bosque a la perfección, mejor que la palma de su mano. Por ello le chocaba enormemente no haber visto nunca aquella extraña cueva. Recordaba haber atravesado el túnel, a tientas, porque estaba completamente oscuro; haber recogido su lanza, y haber partido con un único objetivo en mente, encontrar a la mujer pelirroja, a la hechicera. Porque en ese momento, varios días después del evento, ya se había dado cuenta de que lo que ella hacía era magia.

 Cuando vivía en su aldea, cerca de los límites del Gran Bosque, había escuchado docenas de historias sobre magia, contadas por un anciano que hacía las funciones de chamán y jefe de la aldea. Los adultos solían decir a los niños que no se tomaran en serio aquellas historias, ya que, en el caso de que la magia existiera, esta se encontraba demasiado lejos como para llegar a afectar a nadie del pueblo. Sin embargo, a Christopher siempre le habían fascinado estos relatos y creía que la magia tenía una gran influencia en la vida de todas las personas. La última vez que lo había visto, cuando Christopher tenía apenas quince años, el chamán, el viejo Tel-Teill (del que todos decían que estaba ido y que no  merecía ser el jefe de la aldea), les había contado una historia sobre la magia. La magia, había dicho, era una forma de  energía presente, en mayor o menor medida, en todas las criaturas vivas, pero la mayoría no sabían cómo utilizarla. Solo algunas razas inteligentes, como los humanos, habían logrado idear sistemas para controlar esta energía. El más usado de estos métodos era el lenguaje de la magia, una variante de la lengua que hablaban los humanos de las llanuras y que permitía canalizar su energía mágica para ayudarlos en el día a día. Al menos eso era lo que les había contado el viejo cuentacuentos.

 Christopher abandonó sus reflexiones inmediatamente. Había llegado a su destino. Al salir del túnel y tras un día entero de recorrer los alrededores sin éxito, había optado por dirigirse a un pueblo cercano, situado a unos 50 kilómetros de la gruta. El joven no había tenido problemas para orientarse porque, como ya hemos mencionado, conocía el bosque mejor que la palma de su mano. Pero su destino era muy diferente de como lo recordaba.

 Christopher halló el pueblo arrasado, como si una gran tormenta hubiera derribado los tejados de paja y los rayos hubieran pulverizado a los aldeanos. Había cadáveres y destrucción por todas partes. Una mujer se encontraba tumbada sobre su hijo, tratando de protegerlo. Ambos estaban muertos. El cazador movió la cabeza preocupado, pero no tan sorprendido como se esperaría de alguien que hubiera contemplado los resultados de tal matanza,  ya que no parecía que quedara una sola alma viva en toda la aldea.

Christopher había visto muchas otras aldeas asaltadas, generalmente por bandidos  que robaban para vivir y acababan, debido a su escaso sigilo, teniendo que matar a todos los testigos. Pero aquel caso era diferente.

Algunos cuerpos habían sido atravesados por lanzas, espadas, flechas y otras armas. Sin embargo, otros cadáveres presentaban quemaduras en la piel, o estaban clavados en estacas y otras formas que sobresalían de los edificios, como si hubieran sido lanzados, si no fuera porque ningún ser tenía la fuerza necesaria para arrojarlos a lugares tan elevados. También había un tercer tipo de cadáveres, la minoría, que había sufrido una derrota aplastante en un combate cuerpo a cuerpo. Presentaban los huesos deformados y rotos, como si se les hubiera caído encima un edificio.

Christopher recorrió la aldea. A pesar de la destrucción en los tejados de paja (habían sido arrancados de su lugar por ráfagas de viento inexplicablemente fuertes),  las paredes, formadas por distintos tipos de pedruscos apilados, permanecían intactas. Las rocas estaban unidas por una pasta verde y pegajosa llamada formhen. El joven solo la había visto una vez anteriormente, y  Tel-Teill le había contado que el formhen estaba hecho de savia mezclada con barro, a lo que se le aplicaba un hechizo. La savia y el barro, sin embargo,  no podían ser de cualquier árbol o de cualquier lodazal. Se empleaba una proporción muy precisa, y el hechizo debía formularse correctamente o la mezcla se echaría a perder. Por eso, se rumoreaba que las únicas criaturas que podían realizar esta receta eran los seres mágicos del Bosque. En el Gran Bosque habitaban dríades, drinfas, algunos silfos, gnomos, duendes y trasgos, o por lo menos eso decían las numerosas leyendas. Se decía que no podías verlos si ellos no querían ser vistos, pero también se había oído de humanos que entablaban relaciones con ellos y, en todo el bosque, la población que más encajaba era el pueblo de Fahilonsip, la aldea en la que Christopher estaba en ese momento. Ese formhen que sobresalía de entre las rocas era la prueba definitiva.

Christopher sonrió para sí. Hacía ya años, había visitado aquel pueblo acompañado por gente de su aldea, comerciantes en su mayoría, y había observado que los fahilonsipenses tenían el cabello de extraños colores y sus ojos brillaban más de lo normal.

Como los de ella…- murmuró Christopher refiriéndose a la mujer pelirroja.

Se preguntó si ese brillo indicaba que podían practicar la magia o tenía otro origen. Y además, ¿por qué los ojos de la hechicera brillaban con mucha más intensidad que los de aquellas gentes? ¿Significaba eso que tenía mayor capacidad para la magia?

Christopher intentó concentrarse en su objetivo, lo cual no era nada fácil teniendo en cuenta el desolador panorama que lo rodeaba. Estaba claro que allí no iba a encontrar respuestas, pero no pudo evitar preguntarse si ambos incidentes; el encuentro con la mujer y el asalto a Fahilonsip, ambos recientes y ambos de naturaleza mágica, no estarían relacionados. Christopher suspiró, dedicó unos minutos de silencio a aquellos inocentes asesinados y salió del pueblo, y, esta vez, su viaje sería mucho más largo.


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