El cazador. Capítulo 3.2

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Acompañado de esta intuición, cabalgó durante varios días sin apenas descansar. Ya había pasado la capital, bordeándola, que se situaba en el centro de la Gran Llanura. Paró en una ciudad pequeña y bulliciosa, de edificios muy juntos, similares a los barrios más desfavorecidos de Plénit, la capital, desde donde se gobernaba todo el territorio de las llanuras. Sin embargo, en esta localidad, los edificios eran bajos, de apenas un piso en su mayoría.

Christopher agarró fuertemente  su arco, en tensión, cuando un grupo de bárbaros y goblins salían de una taberna cercana. Con su destreza en el tiro, Christopher había conseguido espantar a bandidos humanos, pero no estaba seguro de que aquello fuera a detener a razas como los goblins o los bárbaros, que habían nacido para saquear y enriquecerse. El bar del que habían salido se llamaba “El bandido tullido”, como indicaba un cartel que colgaba de un poste junto a la destartalada puerta.

 Christopher entró y sonrió. Definitivamente, el nombre concordaba con aquel lugar. Casi todos los clientes eran bandidos, ya fueran humanos, bárbaros o goblins, y a muchos de ellos les faltaban extremidades o fragmentos de ellas, ojos y otras partes del cuerpo. No parecía el lugar donde se refugiaría una hechicera, sobre todo teniendo en cuenta que los bandidos tenían un especial odio a los magos. Pero Christopher entró, y se dirigió a una puerta en la parte de atrás del bar, en la que ponía “privado” escrito con barro rojo. Un hombre unos diez años mayor que él, que llevaba perilla y barba de unos días, lo observó mientras se dirigía hacia ella. La  puerta estaba cerrada pero eso no iba a detener a Christopher, que notaba que el objeto de su amor se encontraba a tan solo unos pocos metros. Sin embargo, cuando se preparaba para embestir contra la puerta, dos enormes figuras lo agarraron. Eran humanos, un hombre y una mujer, o al menos eso parecían, pero medían dos metros y medio de altura y abultaban como toneles. Las manos que sostenían a Christopher eran del tamaño de platos. El hombre que lo había estado observando se situó frente a él. No era ni la mitad de fuerte que la mayor parte de los bandidos allí presentes, pero, sin saber por qué, a Christopher le impuso respeto. De todas formas, razonó, no merecía la pena meterse con alguien que tenía a su servicio a dos colosos como aquellos.

¿Estás buscando problemas?- gritó el hombre con desprecio y con un fuerte y cerrado acento que a Christopher le fue difícil comprender.

Toda la taberna se calló para mirarlos. El hombre y Christopher gruñeron a la vez, ninguno de los dos quería llamar la atención. El de la perilla se acercó más y, con menos volumen pero con más desprecio, dijo:

Vete de aquí ahora mismo. La próxima vez que te vea te mataré, así que más te vale que eso no suceda. Bien- dijo Christopher, como si no le importara lo más mínimo (en realidad, en su cabeza ya estaba tramando un plan).

Christopher se dio la vuelta y se marchó. El treintañero suspiró de alivio. Pensaba que no iba a poder convencerle. Aquella era una misión peligrosa y no podía permitirse dejar ningún cabo suelto. De todas formas, ya la había dejado demasiado tiempo sola, así que pagaría su cerveza y volvería con ella.

 


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