Keats y la muñeca de porcelana

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Las hojas secas parecían una bandada de gorriones asustados por un inesperado transeúnte, volaban y volaban sin rumbo hasta que el inquieto remolino se cansaba y las dejaba de nuevo reposar sobre la hojarasca y las huellas olvidadas de los niños. Y de pronto volvían a despertarse, como si hubieran resucitado con el toque de un dedo mágico. Una de ellas cayó sobre su libro, se posaba para descansar. Unos deditos gélidos, de porcelana, la cogieron con suavidad, al igual que se coge a una mariposa malherida. Yo dudaba, no sabía qué era más frágil, la hoja muerta, ya ocre y quebradiza, o aquellas manos pálidas y raquíticas, con la belleza de un témpano de hielo, que se escondían bajo una manga demasiado larga.

- ¿Qué haces aquí? - Le pregunté. Mi voz se desplazó lenta y suavemente entre su pelo y lo meció como hace la dulce brisa. Aún tenía la hoja en su regazo y la miraba; entonces una gota, limpia y transparente, de una pureza casi sobrenatural la mojó. “¿Cómo no se habrá roto?” Pensé. Después miré hacia arriba. No, el cielo todavía no quería desahogarse. Ella sorbió por la nariz. Quise envolverla en mi manto dorado y marrón, rodearla con mis brazos y apretarla contra mi pecho, hacer que el viento cesara a su alrededor. Pero me limité a mirarla.

- ¿Es que no te gusto? - Le susurré al oído. Sólo ella podía haberme escuchado, ella y Keats, que yacía a su lado cubierto por una tapa azul oscuro y de páginas amarillentas.

- Me gustas, me gustas mucho. - Acarició el viento con un hilo de voz casi imperceptible que solo yo podía haber escuchado. Después, alzó su tono, habló casi rozando la más hermosa melodía. - Tú nunca mueres ¿verdad? - Había levantado por fin la cabeza y pude ver sus ojos, del mismo color de la hoja que aún sostenía, parecían de cristal, de ellos se derramaba miedo y rabia y pena…

- ¡Claro que muero! - Quise coger sus manos pero no lo hice, temía romper la hoja. - ¿O piensas que las hojas desprendidas de los árboles son siempre las mismas? Cada año me las llevo para que nazcan otras nuevas. -

Volvió a agachar su cabeza de muñequita de colección. Yo ya no tenía ganas de llamar a los cristales, de avivar el fuego de las castañeras, de desnudar a los árboles. Ya no, ¿por qué? Se lo pregunté a la niña y no me contestó. Miles de pedacitos marrones se resbalaron por su falda, tenía las manos cerradas, inmóviles. Una ráfaga furtiva abrió a Keats y revolvió sus letras con furia. “¿Dónde están las canciones de primavera? ¿Dónde están?” Gritó él. La niña no me miraba, tampoco miró a Keats, creo que ni siquiera llegó a escucharlo.

- No lo sé - dije al fin muy triste. – creo que acaba de morir una. -

Ella estaba helada, demasiado quieta. La abracé por fin y me permití el lujo de convertirla en hoja. Después soplé, soplé, soplé. Y voló alto, voló como nuca lo hizo ninguno de esos gorriones secos de Otoño. Yo había quedado como hipnotizado, preso de alguno de esos extraños sentimientos que hacen a los humanos volverse locos. Me senté al lado de Keats y miré sus pastas desgastadas y repasé sus páginas, finas como las gotas de niebla. El columpio se meció con mi suspiro y su ruido pareció el de una armónica desgastada que deja sonar sus notas al compás de un corazón cansado o de un viejo reloj de pared.

- Es hora de que llueva. - Murmuré en un silbido, pero creo que las nubes no llegaron a escucharme. Era la primera vez en tantos años que me sentía culpable por hacer mi trabajo; mi deleite siempre había sido descolorear el verde de los campos, sacudir a los perezosos almendros, soplar por las rendijas que dejan los descuidados cuando no cierran bien las ventanas. Aquel día pareció como si el Tiempo se hubiera puesto de luto, se paró y se sentó a mi lado. - Esta vez no he sido yo. - Me dijo mirándome a los ojos. - Entonces, ¿quién ha sido? - Me levanté de un brinco y un súbito torbellino despertó de nuevo a la bandada ocre que empezó a dar vueltas con violencia a nuestro alrededor. - ¿¡Quién la ha matado?! ¿Quién ha roto la muñeca de porcelana? –


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