EDAD DE OSCURIDAD

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El paso cansino de los soldados los llevaba poco a poco al único lugar de la selva cuya oscuridad parecía desentonar con el cielo raso y el sol candente de la región.

Las armaduras les pesaban y los caballos poco a poco habían ido muriendo. Los mosquitos y demás insectos habían hecho de ellos su suculento banquete y la enfermedad no se había hecho esperar.

Explorar el nuevo mundo era su misión y Hernando de Ayala, no cejaría en realizar su cometido, aunque para ello tuviera que arriesgar a todos y cada uno de los hombres que lo acompañaban.

Aquél oscuro valle parecía estar rodeado por murallas cubiertas de enredaderas. La visión de aquélla gran mole que rodeaba esa siniestra oscuridad sorprendía a sus hombres y sin duda, al propio Hernando.

Al cruzar aquellas “murallas” la oscuridad se hizo extrema. El sol brillante desapareció, dejando en su lugar una espesa oscuridad que apenas se combatía con las antorchas que habían encendido.

El silencio de la selva de pronto se perdió. Frente a ellos, una extraña calzada los guiaba al centro de aquél valle.

La luz de las antorchas les ofrecían la vista de singulares construcciones de piedra donde los pobladores se apostaban en las puertas, observando a los extranjeros a través de ojos que parecían quemar como fuego.

Hernando observó cómo los pobladores rodeaban a su grupo, sin más armas que sus propias manos.

Fue demasiado tardía la orden de atacar, pues los pobladores se lanzaron sobre ellos, matando a diestra y siniestra a sus soldados con esas manos que parecían afiladas espadas.

Cinco hombres, incluyéndolo, quedaron frente a quien parecía ser el dirigente de aquél extraño grupo.

Con sogas que se clavaban cual espinas en la piel, les ataron de las manos y les quitaron las armaduras, las cuales, fueron depositadas sobre una pirámide.

Cuál no sería la sorpresa de Hernando al descubrir que aquélla construcción estaba tapizada de petos pulidos que brillaban con la luz de las antorchas.

Los cinco, fueron colocados con los cuellos sobre el filo de una enorme vasija. El dirigente de aquél lugar, con paso presto se acercó hacia ellos y uno a uno, les hizo un ligero corte en el cuello, del cual, la sangre comenzó a manar, llenando el fondo de aquella gran vasija.

Fue entonces cuando Hernando observó que los demás habitantes de aquél lugar cortaban los cuerpos de sus soldados y bebían de ellos la sangre como si fuera vino.

Y ahora, entendía que las armaduras que decoraban la pirámide, habían sido de aquéllos hombres que en su empeño de conquistar nuevas tierras habían perdido su vida en esa oscuridad.


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