Escribir y su importancia

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          En este mundo todo se ha vuelto tan relativo que hasta el oficio de escribir, con esta saturación informativa y de comunicación que experimentamos, se ha vuelto mendigo de falta de credibilidad y soporta, al mismo tiempo, la necesidad de justificar lo que por todos debería ser entendible.

 

            Es posible que exagere un poco. Puede que me afecte e influya en exceso mi profesión, y por eso haga una defensa a ultranza de la palabra, del vocablo vivo y dinámico, del que nos presta y hasta regala ilusiones, a la par que conocimiento, así como relación, cohesión, certidumbre, caricias, ideas, interpretaciones y verdad, sobre todo verdad. No olvidemos que ésta, o, cuando menos, su búsqueda, nos hace libres, más sanos.

 

            Lo que ocurre es que, en un universo de inseguridades, o de dominios, o de intentos de control, la voz escrita, con toda su magia, da un poco, o un mucho, de miedo. El temor recorre bastante: va desde el sentimiento del ridículo al de opresión o desgana total, con todas las variables y con todos los matices que se puedan colocar en medio.

 

            Por eso, porque las palabras nos introducen en el panorama del intelecto y de la compresión, si se usan con oportunidad, son tan fundamentales para solidarizarnos desde su origen e igualmente con sus atentas finalidades. Las simbologías escritas y orales nos aproximan a parámetros de capacidad, si mantenemos tonos adecuados, si cedemos, si nos ponemos en marcha con conveniencia, sabiendo escuchar y compartir y basándonos en una ingente dosis de voluntad, que es una ingente parte del camino del pacto.

 

            Porque la palabra es crucial es básico igualmente escribirla, con el fin de que quede patente, de que se maneje con el paso del tiempo, de que la podamos nutrir con aspectos como las explicaciones más soberbias o las redundancias que apuntan los ejes esenciales. Además, el estilo, o los estilos, los géneros, los modos, las maneras, desde la escritura más osada y precisa, nos permiten tomarnos las cuestiones decisivas con más tiempo y tiento, con cabeza, con talento y talante. Es lógico que así sea.

 

            En todo caso, y partiendo del respeto, la palabra ha de perseguir el consenso, pero sin pavor a la crítica constructiva. De las diferencias correctamente planteadas surgen transformaciones, evoluciones, progresos que nos marcan un antes y un después con hallazgos y placeres por el futuro. Hemos de abrir caminos de esperanza desde la concordia, pero eso no significa que todos estemos de acuerdo. De hecho, la palabra debe fomentar la interacción, las respuestas a preguntas estupendamente trazadas. En eso, precisamente, el oficio del escritor tiene bagaje y correctas artes. De ahí su necesidad. Cuando no sea así hemos de demandar el compromiso con la sociedad, con las acciones de humanidad, con la defensa de los universales que han hecho de los ciudadanos y ciudadanas de los Estados democráticos lo que son hoy en día.

 

Una llama de esperanza

 

            Escribir es preciso desde muchas vertientes. Lo es internamente, como una especie de persecución de un milagro que nos sane de lo que transportamos por acción u omisión. Escribimos con un afán de mitigar daños internos, para portar lo que sentimos, para interpretarnos vivos, para aplacar dolores, para constatar una pose de transcendencia, como diría José Saramago.

 

            El oficio de escribir, que se remota a varios miles de años, con más o menos dedicación, formación o fortuna, sirve, en paralelo, al colectivo, a la comunidad, pues constituye una llama de fe y de esperanza para que nada quede en el olvido, para que se conozca lo bueno, y, asimismo, lo malo, y no haya ningún desastre que cien años dure. Recalquemos que cuando escribimos damos cuenta con un poco de más tiempo y entrega aquello que destaca, o que pensamos que merece ser dejado de manera gráfica para la posteridad.

 

            Millones de seres humanos han plasmado su razón de ser, de existir, lo que fueron, lo que soñaron, lo que pidieron, lo que consiguieron, lo que les hizo penar o les propició, por el contrario, bienestar, lo que les enamoró, así como lo nimio y lo importante, a través de sus páginas personales y realizadas en comandita, construyendo peldaños que constituyen escaleras excepcionales de sabiduría y de acumulación de hechos y posibilidades.

 

El oficio de la escritura ha sido insustituible y ha procurado dicha y porvenir. Por eso, la comunicación, la información y su derecho y ejercicio libres están en las Constituciones entre los requisitos fundamentales para la convivencia en paz y con garantías de justicia.

 

            Somos, indudablemente, la acumulación de los hechos históricos, la suma de quienes nos precedieron. A éstos los conocemos gracias a los que nos han podido contar parte lo acontecido y opinar al respecto. El quehacer de escribir, con todas sus lagunas y deficiencias, amén de numerosos olvidos, visto en su globalidad, con perspectiva, en su contexto, atesorando miradas amplias y tolerantes, abriendo caminos a los distingos, ha sido, es y será el instrumento auténtico de independencia. Intentemos que lo siga siendo.

 

Juan TOMÁS FRUTOS.


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