Tal vez un sueño.

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Las lágrimas arrasaron los ojos de Tácito cuando, tras el esfuerzo que le obligó a realizar la ya escasa luz crepuscular, pudo distinguir la silueta de Aurelio entre los cipreses que bordeaban la calzada.
El joven soldado cabalgaba despojado de sus armas porque de todos era sabido que la ciudad estaba vetada a las tropas.
El viejo, a pesar de la rojez de sus ojos, esbozó una sonrisa cuando los esclavos ayudaron a descabalgar al recién llegado y a sus sirvientes. Pero a pesar de que estrechó vehementemente a su protegido como lo hacía cuando éste aún jugaba con nueces, no pudo ver en su semblante la orgullosa satisfacción que caracterizaba a los paladines de Trajano.
¿Qué le sucedería a Aurelio? No parecía enojado ni triste. En realidad, no tenía motivos para estarlo si la diosa Fortuna había sido condescendiente con él como jamás lo había sido con ninguno de los mortales. Nadie hubiese creído que aquel equiter, que fue degradado a simple hondero por una oscura manipulación de sus superiores, unos libertos arribistas, llegase a conseguir un asta sin punta de hierro, uno de los mayores reconocimientos a los que podía aspirar un militar. Y, a decir verdad, fue justo que la lograse. Tampoco nadie hubiera sospechado que estando armado con una honda y un puñal se pusiera al frente de treinta hombres y capturase a aquel caudillo dacio. Pero mientras realizaba aquella hazaña, como ahora, parecía ausente, impasible ante la ferocidad de los mandobles dacios que podrían haberlo enviado a lo más oscuro del Averno.
Mientras las lámparas envolvían con su dorado resplandor los murales de la estancia y los sones de las flautas reptaban sugerentes por el aire nocturno, el héroe expuso las razones que atenazaban su cordura y su optimismo.
Fiel a la confianza que debía a su viejo maestro, le inquirió por su opinión sobre Hipnos, el Sueño.
Como ya esperaba, el anciano rió a carcajadas y le contestó que tanto Hipnos, como Ceres o el ceñudo Júpiter servían tan sólo para justificar la conquista del orbe por las legiones del Imperio.
Aurelio negó tiernamente con la cabeza y dijo que no se refería a ningún dios sino al extraño viaje que emprendemos noche tras noche. Una experiencia de la que apenas se recuerdan unos tibios retazos. Él, como todo el mundo, no tenía la capacidad de describir fielmente cada instante de la onírica experiencia. Pero, por una extraña razón, había llegado a suponer una explicación al sueño que lo había transformado en el ser taciturno que era ahora.
Ante la respetuosa mirada de Tácito, modulando su voz con una serenidad inaudita, reveló que la causa de su incertidumbre era que no sabía si él mismo, cuanto le sucedía y el tiempo en el que se hallaba formaba un todo que se comunicara mediante el sueño, con otro todo formado, también, por otro tiempo, otro espacio y otro ser diferente pero que, en realidad, fuese él mismo. El anciano, abrumado, reconoció que aquella teoría era superior a cuantas habían expuesto los sabios de su época, y tratando de no herir la susceptibilidad de su huésped, le pidió que fuese un poco más explícito.
Aurelio, transfigurado ya por una indescriptible humildad, le expuso su temor de que, al despertar, se hallase en un tiempo lejano donde sin poseer el linaje que lo ennoblecía como en la presente vida, se reconociese así mismo como otro hombre, tal vez algo parecido a un ganapán.
La trascendencia de aquellas palabras se quebraron, como el alegre estallido de unos vasos que se rompen al brindar, cuando Tácito contagió su risa a su protegido y los mimos y los acróbatas aceleraron sus ejercicios al compás de las flautas.
Despertar en plena ciudad es tán molesto como tratar de conciliar el sueño en la misma. Apenas suena el despertador, o tal vez una hora antes, y los conductores de las motocicletas se complacen con el petardeo de sus infames artefactos. Tampoco falta en aquella sinfonía el tortuoso traqueteo de una máquina de aparar que lucha contrarreloj para acabar una faena que quedó colgada de la noche anterior. Aunque, para ser sincero, he de reconocer que el campo tampoco es mejor, porque allí no falta quien haga estallar algún cohete que otro cuando marca gol su equipo favorito o se trata de un duelo en el que los decibelios de las cadenas musicales son el arma escogida.
Lamentablemente, todos estas inconveniencias no son exclusivas del día sino también de la noche cuando las paredes no respetan la intimidad debida a sus propietarios, el vano esfuerzo de rendirse al sueño por seis o siete horas se ve amenizado por los estentóreos ronquidos del vecino. Afortunadamente, por una extraña razón, he concebido una extraña teoría merced a la cual, al dormirme podría despertar en otro lugar y en otro tiempo, tal vez un pasado que me ennoblezca un poco.


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