1568

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La espada descansa al costado del indio dormido sobre la estera, fina filigrana de empuñadura labrada, toledana para más gracia del Santo protector del dueño anterior. El indio despierta, reacciona a la llamada ¡¡Guapotori!!, mira ambas siluetas, Urquía y la espada, recuerda la sensación de victoria cuando se la arrebató al español muerto que vino a pacificar estas tierras, aún caliente el cuerpo y todavía empuñándola envuelto en su capa roja. Siete veranos después escucha la algarabía por el ataque al poblado nativo, se levanta de un salto pero Infante lo tiene copado por una delación, no son los tiempos gloriosos de Fajardo, Rodríguez o Narváez. El indio al ver el fuego que lo asedia repara en el estoque, preciado trofeo del kasike, orgullo que guardó con celo, sin vaina y desnudo con doble filo, la espada brillosa y sedienta la agarra con fiereza. Se llena la choza de humo y fuego, seguido por su guardia, veinte flecheros salen con él a la noche para enfrentar al invasor, encontrándose con una lluvia de piedras, antorchas, puñales y sables. Ahí quedó, punta de lanza, fiero, vengativo, agarrado a la espada, invicto entre sus semejantes y enemigos, asiéndose al umbral de la vida y encontrando fuerzas para enfrentar la muerte. Lo desmembraron y llevaron su cabeza a Losada, éste la recibió sin mirarla y mandó a cimbrarla a la entrada del barrial que llamaban Santiago de León, regaló la espada a Infante y con ella en su rancho, el encomendero de Mariches y luego alcalde dió vida a diez generaciones.


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