Una dama española

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Manolo era un hombre de mundo. Un auténtico todoterreno, como lo definían sus colegas, Riquelme y Perfecto, capaz tanto de marcar distancias, como distinguido y respetable empresario, con los empleados del club a donde iba los sábados con sus amigos como de llegar al extremo de allanarse a tomar unas cañas en el bar del polígono donde tenía la fábrica y hablar de tú a tú con el camarero de aquel bareto, en el que, por cierto, no era raro encontrarse alguna que otra cucaracha. Una camaradería que pasaba por permitirle todo tipo de familiaridades a Pepe, que así se llamaba el dueño de aquella cantina.

No era extraño, por lo tanto, que todos los lunes, a eso de las dos de la tarde, se oyera en los aledaños del bar una franca competición de risotadas sostenida entre Manolo y Pepe. Aquel peculiar festival del humor solía iniciarse con las ocurrencias del camarero sobre ciertas noticias de actualidad quien, como decía Manolo, no dejaba títere con cabeza. Desde el perroflauta que acababa con las gafas rotas por la bota de algún skin hasta el subsahariano que era devuelto a la frontera con la cadera rota por haber sido empujado desde la valla, aquel repaso a la actualidad nacional no omitía ningún hecho que pudiera comprometer la tranquilidad y la sana convivencia de las personas decentes y amantes del orden y la ley. Las opiniones de Pepe en forma de humoradas como, por ejemplo, simular una ráfaga de ametralladora con los dedos apuntando a esa supuesta invasión africana deleitaban a Manolo, mientras se tomaba sus boquerones en vinagre, del mismo modo que un cuenta cuentos ameniza la sopa a un niño pequeño.

Y es que Pepe era muy grande: un español de los pies a la cabeza. Para Manolo, aquella cualidad, la de haber nacido en esta bendita tierra en la que vieran la luz por vez primera el Cid, Don Pelayo, Santa Teresa y, sobre todo, el legítimo propietario del brazo incorrupto de aquella santa, el más grande de los españoles, era garantía más que suficiente para avalar la honradez y la grandeza de cualquier hombre o mujer.

Pero si para Manolo aquel camarero era el claro ejemplo de un verdadero caballero español, el de una auténtica dama española, era, sin lugar a dudas, Rosita, su empleada doméstica. Una católica tan devota de la Virgen de Regla que, pese a que había nacido en Catral, cualquiera hubiese pensado que era chipionera de pura cepa. Tal era su fe por aquella Virgen, que no dudó en regalarle a su hija, cuando cumplió siete años, un traje de faralaes para que pudiera procesionar en la romería que en junio organizaba la Casa de Andalucía de Gaudete del Cardillo, el pueblo de su marido, también un buen hombre, español, cómo no, pero con el gravísimo inconveniente de no tener más ingresos que una pensión de minusvalía.

Era indudable que Rosita, española, católica y, por supuesto, de derechas, en solo cuatro años, se había hecho acreedora no solo de la veneración y confianza de Manolo sino también de la de su mujer, que veía en ella el polo opuesto de aquellas extranjeras a las que no se les podía perder de vista ni un solo momento por la mala reputación que gozaban de apropiarse del dinero ajeno. Por tal motivo, porque todo aquel o aquella que traspasaba nuestras fronteras era un peligro y una amenaza incontrolable, jamás se oyó por boca de mujer alguna que hiciera las labores domésticas en casa de Manolo otra lengua que no fuera la de Cervantes y hablada, además, con inimitable pureza, como sólo podía hacer una española de nacimiento.

Tal era el cariño que profesaba el matrimonio a la catraleña, que su repentina e inexplicable decisión de dejar de prestarle sus servicios fue tan lamentada y llorada como la desaparición de cierto medallón de oro de veinticuatro quilates que se echó en falta días después de que se hubiera marchado.


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