Una fría noche de otoño

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Era una noche fría de otoño, la luna llena resplandecía majestuosamente en el firmamento, imponiéndose con gracia ante las miles de estrellas que le acompañaban.

 

Me quedé mirándola embelesado, el cielo estaba extraordinariamente bonito. Me gustaba ya desde muy niño perderme en la inmensidad del universo, y aún a día de hoy nos sigue dando una lección de humildad al ser humano, pues nos hace saber lo pequeño e insignificantes que somos. 

Era una fría noche de otoño, treinta de octubre de dos mil cuatro, para ser más exacto. Este día quedaría grabado a fuego en mis recuerdos.

Los nervios me impidieron cenar debidamente. Tras una ducha rápida, decidí relajarme con un canuto, y al ritmo de Bob Marley empecé a bailar por la habitación. Estaba eufórico, casi irreconocible, invadido por la felicidad que tanto se me resistía alcanzar.

Me enfundé unos pantalones vaqueros, me puse una camisa negra, tarea que me costó casi cinco minutos al tratar de abrochar los botones de las mangas debido a mi torpeza y tal vez por la embriaguez que mi cuerpo ya acumulaba.

Eran las once de la noche, y mis amigos ya me esperaban en la furgoneta en la puerta de mi casa.

Ese sábado era diferente, ya que para empezar no íbamos a un concierto punk, sino a una discoteca nueva que habían inaugurado en un polígono industrial cercano, llamada cuarenta grados, nombre que le pondrían sus propietarios seguramente por el calor que había que soportar dentro.

El trayecto de quince minutos se me hizo eterno, pues ansiaba llegar cuanto antes a mi destino, nunca mejor dicho. Un amigo se quedó mirándome fijamente un instante y pronunció:

¡Qué alegre estás esta noche, se te sale la sonrisa de la cara!

Es que esta noche promete…- le contesté.

 

Y es que esa noche me había aliado con los astros, la luna y las estrellas.

A lo lejos ya se vislumbraba la discoteca, un enorme cañón escupía un potente haz de luz hacia el cielo, visible a decenas de kilómetros a la redonda, una señal de llamada a la que acudirían cientos de personas en busca de ese ratito de felicidad.

A medida que nos acercábamos, el retumbar de la música se iba haciendo más fuerte en el oído, y a su vez mi corazón se aceleraba más y más.

Los alrededores estaban abarrotados de coches en los descampados colindantes, en improvisados parkings, y decenas de grupos de jóvenes y no tan jóvenes charlaban y reían, el típico botellón previo a una noche de diversión y desenfreno.

 

Y de repente, el tiempo se detuvo.

Mi corazón palpitó con una fuerza sobrenatural, temí por si se me salía del pecho. La respiración se contuvo y mi estómago encogió.

 

Y es que allí estaba ella.

Nunca olvidaré la escena, fugaz pero muy intensa: su hermosa y larga melena ondeaba al viento y ella intentaba gracilmente domarla con sus manos.

 

¡Ahí está mi morena!- exclamé a mis amigos, y rápidamente todos giraron la cabeza.

 

Desde la ventanilla de la furgoneta pude contemplar su vertiginosa y sensual silueta, bañada por la luna llena. Lucía un corto vestido negro que resaltaban sus peligrosas curvas, sus interminables piernas, dibujando en el aire su esbelta y tremendísima figura.

Ella estaba con sus amigas, justo enfrente de la discoteca, finiquitando los últimos cubatas del botellón.

Tras aparcar el coche, fui apresurado a saludarla. Cuando apenas nos separaban unos pocos metros de distancia, levantó la cabeza y pude contemplar la cálida luz de su inocente mirada.

Entonces mi rostro esbozó una estúpida sonrisa y de nuevo el tiempo se detuvo durante un breve periodo de tiempo.

Sus ojos de color avellana se cruzaron con los míos, y su penetrante mirada me dejó hipnotizado.

Saludé al resto del grupo sin poder apartar la vista, y me dirigí decididamente hacia ella.

Al saludarla con dos besos pude notar su aterciopelada piel de seda al rozar su mejilla junto a la mía, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.

También pude inhalar su exótico aroma que desprendía, como si de un jardín de rosas se tratara.

Casi balbuceando y aun con la estúpida sonrisa dibujando mi cara le dije:

 

¡Qué sexy estás esta noche!

No es para tanto- respondió humildemente con una sonrisa que iluminó toda su cara.

No en serio, estás muy guapa- insistí, intentando a la vez serenar un poco los nervios.

Tú que me miras con buenos ojos.

 

El grupo comenzó a moverse lentamente hacia la discoteca y le seguimos.

Una vez dentro, dejamos los abrigos en el guardarropa y subimos a la segunda planta del local.

Le invité a una copa y comenzamos a charlar. La escuchaba entusiasmado, pero he de reconocer que no podía apartar la vista de esa boquita de piñón. Me moría por besar esos labios, por descubrir el sabor de sus besos.

 

Comenzó a sonar una canción que me gustaba y respetuosamente le pedí que bailara conmigo, propuesta a la que ella accedió sin dilaciones.

Al juntar nuestros cuerpos un fuego recorrió todo mi cuerpo. Bailamos muy apretados, y recuerdo haberle pisado en más de una ocasión, se puede decir que no era un experto bailarín, asunto que no pareció importarle demasiado y que le causó cierta gracia.

Las miradas y sonrisas cómplices iban y venían durante todo el baile.

Entonces reuní el valor necesario, aún con el temor al rechazo y a una posible “cobra” que pudiera efectuar.

Aparté delicadamente el cabello de su rostro, y me incliné hacia ella, en busca de su boca.

Había llegado el momento más dulce de mi vida, y por fin pude fundir sus labios con los míos, en un apasionado y largo beso, y probar el más dulce néctar que jamás haya probado.

 

El primer beso de amor verdadero, que el tiempo luego haría corroborar.

 

Hoy, en esta fría noche de otoño, una década y unos pocos días después de ese mágico momento, te escribo estas líneas.

Por un lado, las escribo por miedo a que mi mala memoria me haga olvidar uno de los mejores momentos de mi vida, que aunque como dije antes quedara grabado a fuego, el tiempo erosiona los recuerdos.

Por otra parte quería que supieras lo que me hiciste sentir ese día en especial, y como cambiaría el resto de mi existencia.

 

Ahora las cosas no nos van bien.

Puedo ver el miedo en tus ojos, y eso me duele.

Pero asumo la culpa.

Nunca he dejado de quererte, aunque en ocasiones no te lo haya demostrado como tú te mereces. Y un día, mi corazón se enfrió y dejé de luchar por ti, para hundirme en la miseria.

Tú, que me has hecho el hombre más feliz de la tierra, no te mereces derramar ni una gota de lágrimas por esos bellos ojos.

Por eso me vuelvo a levantar, con más fuerza todavía, para luchar por lo más importante de mi vida, por luchar por la persona que mas he amado nunca, y por volverte a enamorar.

Solo me queda demostrártelo con hechos día a día, beso a beso, ya que las palabras se las lleva el viento y solo dejamos en la tierra las acciones que hacemos.

 


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