UNA NOCHE DE VERANO

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Estaba decidido. La familia había acordado que antes de finalizar las vacaciones y regresar a casa, subiríamos  a lo “alto del pueblo” a saludar a los amigos y cenar tranquilamente esa noche en el bar que regentan. El lugar donde pasamos las vacaciones, toda la familia, es un bello pueblo del sur de la península Ibérica que se yergue sobre un gran promontorio, con sus calles estrechas y empinadas, en la costa granadina. Posee un castillo de fundación fenicia con reminiscencias árabes, un valle con una vega de ensueño y unas maravillosas playas que te invitan al ocio y al descanso, y la torre de su iglesia se yergue altiva sobre el pueblo, parece un faro guía para todo aquel que acude o pase por su valle. Desde muy pequeñito mis padres me traían de “veraneo” a ese acogedor pueblo, y allí, a través del tiempo he hecho numerosos y buenos amigos, aunque debe confesar que hace varios años que no lo piso, que llevo tiempo sin pasar vacaciones en ese lugar, y sé que algunas de mis amistades nos han dejado. Aquella tarde noche nos enfundamos nuestras galas, al igual que nuestras madres nos aseaban, nos vestían bien, y con zapatos nuevos, nos mandaban a la iglesia a oír Misa. Comenzamos a subir las empinadas calles de aquella bella y acogedora villa donde gran parte de la gente de capital pasamos las vacaciones de estío. La familia iba toda muy contenta, pues, como ya he dicho, hacía años que no pisábamos, que no ambulábamos por el pueblo. Éramos cuatro adultos y dos pequeños, nuestros nietos, Julio de seis años y Pedro de tres. Subíamos aquellas calles con sus juegos de críos, porque mis nietos son extrovertidos, fáciles de hacer amigos, como la mayoría de los niños, y les gusta mucho jugar con otros de su edad.

Llegamos al bar después de alguna que otra pequeña dificultad, puesto que no estábamos acostumbrados a subir tantas cuestas y tan empinadas. Entramos en el bar. Su mostrador, o barra, era en forma de ele de izquierda hacia la derecha, unos ocho metros en total, al final del mostrador hay una entrada que conduce al comedor y a la terraza, y otro entrada, antes de entrar al comedor, que te conduce a la cocina. Entrando al bar, a la izquierda, donde la ele del mostrador se une, y sobre la pared, se ve una gran foto del regidor del bar en sus buenos años en honor a su recuerdo, puesto que ya no está entre nosotros. Los ojos de aquella foto parce estar fijos en la puerta de entrada, quien entra se cruza con su mirada, y parece que te dice: “familia, pasad. Aún hay mesas libres, no quedaros en la puerta. Pasad”. Para Fernando, así se llamaba el dueño, todos sus clientes eran su familia, y como tal los trataba. Era un hombre lleno de simpatía, amable, chistoso, que conocía bien su oficio. Decía que el cliente siempre lleva razón, había que comprenderlo, y jamás dejó a persona alguna disgustada por el servicio. Por su forma de tratar a la clientela, por su simpatía y dedicación, por el buen servir y por el tiempo dedicado a la gente, aquel bar era conocido a muchas miles de leguas a la redonda, y mucha gente, de lugares lejanos, muy lejanos, venía expresamente a conocer a Fernando, a su bar y, sobre todo, su gastronomía. Cuando Juan, uno de sus hijos que estaba tras el mostrador, nos vio, salió raudo a saludarnos, me dio un gran abrazo que me estremeció. Estuvimos hablando un buen rato y nos puso al corriente de las faltas habidas en la familia desde el último verano que nos vimos, me dijo que su padre, antes de morir, se acordó de mí, pregunto por su amigo el “granaíno”, gran favor me hace. Después de la charla entramos en la cocina para saludar al resto de la familia, como siempre, pero esta vez solo conocimos a su hermana, María, que hacía de jefa de cocina. De la cocina pasamos a una habitación contigua y, efectivamente, ya no estaba la tía Elena meciéndose en su rustica mecedora, ni Miguel, su hijo, solterón y simpático, pero allí estaba, como siempre, Felisa, que ahora cuida a los hijos de Juan y María, pues los dos hermanos están casados y sus respectivas parejas también trabajan en el bar, ya que ellos ahora regentan el bar, porque los otros dos hermanos, Luis y Alfonso, son profesionales de la enseñanza y están dedicados a su profesión. Mi amigo Fernando, Luisa, su mujer, Elena, madre de Luisa y Miguel, hijo de Elena, se habían ido, ya no están entre nosotros, pero su recuerdo ha quedado para siempre en nuestros corazones. Después de un rato de conversación, de añoranzas, subimos a la terraza, Nuria, la mujer de Juan, ya nos tenía preparada una mesa para seis, pues a mis nietos, que ya eran grandes, si no en edad, si en estatura, necesitaban un sitio de adulto, y nos dispusimos a degustar la gastronomía del bar como tantas otras veces lo habíamos hecho. Pude comprobar como Nuria y los camareros derrochaban simpatía y buen hacer sirviendo y acomodando a los clientes que entraban a la terraza, y observé la delicadeza con que se dirigían a los futuros comensales, yo me levanté, me dirigí al pollo de la terraza pudiendo comprobar lo que había crecido el pueblo en estos últimos años de ausencia. Era una vista espléndida la que se abre desde la terraza, se puede diferenciar muy bien la construcción nueva de las viejas casas del pueblo, lo nuevo, lo actual, había invadido parte de la vega que rodea a la villa, y la torre de la iglesia parecía haber menguado, puesto que hay algunas construcciones casi a la misma altura que ella. Me viene a la memoria cuando, yo era muy pequeñito, me traían mis padres de vacaciones al pueblo, y yo he traído a mis hijos, y estos a los suyos, mis nietos, se puede decir que he seguido la tradición familiar, y porque este pueblo enamora, porque sus gentes tienen un don especial, se incrusta en tus extrañas y te confundes   con su gente, piensas que estas en casa. Volví a observar a Nuria y a sus camareros, seguían igual, derrochaban simpatía con su faz alegre, se movían con soltura y sonreían continuamente. Juan y María han sido los depositarios del legado de sus padres, y han sabido transmitir, primero a sus parejas, y, sobre todo, a sus empleados, la simpatía y el buen hacer de Fernando para que el bar siga siendo el mismo de siempre. Me agrada esto, me agrada el bar, y me agrada que siga siendo, y lo será por mucho tiempo, el bar de Fernando, aunque ahora lo regente sus hijos.

 

 

 


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