Corcocho

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“El circo de la felicidad y el bienestar”. Así se anunciaba el circo del payaso Corcocho, con coloridos carteles repletos de barras y estrellas y bellas y galantes trapecistas sonrientes. Pero a diferencia de los míticos circos de Estados Unidos que preludian sus funciones con un fastuoso desfile donde no faltan elefantes, hermosas muchachas rubias sobre sus cuellos, jirafas y caravanas desde las que se puede oír el aterrador rugido de leones, jaguares y panteras, a la troupe de Corcocho le bastaba únicamente la ilusión de los niños del pueblo que con sus pataletas y lloriqueos persuadían mejor a sus padres que las mejores composiciones de Sousa, sin lugar a dudas, el autor por excelencia de la banda sonora del circo. Sin embargo, los padres, que aunque no conocían las virtudes o limitaciones de este circo, y a pesar de que inexorablemente acababan cediendo a las exigencias de los críos, habían vivido lo suficiente como para no creer ni en los cuentos de hadas ni, muchos menos, en que aquellas bellísimas ilustraciones fuesen a cobrar vida ante sus ojos.

“Papá, ¿a que los payasitos son muy bonitos?”, preguntaban con insistencia machacona los infantes cuando aún quedaban más de quince minutos de paseo para llegar hasta el descampado donde se había montado la carpa. Los padres, con paciencia infinita, sonreían apretando los dientes y se limitaban a asentir con la cabeza. Pero una vez que tenían ante sus ojos el inconfundible cono de lona donde se representaría la función, desde las escasas caravanas que lo flanqueaban, en vez de oírse el imponente rugido de grandes felinos, tan solo se dejó oír unos débiles y patéticos miau y unos más que penosos guau emitidos por media docena escasa de perros y gatos que yacían desnutridos y llenos de pulgas tras los barrotes de aquellos habitáculos.

Tanto padres como tíos y demás adultos no dejaron de pensar en dar media vuelta y, volviendo sobre sus pasos, llevar a sus niños a alguna pastelería, heladería o, simplemente a casa. Pero el desencanto generalizado que hubiese provocado tal actitud les disuadió de llevar a cabo su voluntad y, con toda resignación, fueron entrando sumisamente a través del mugroso orificio practicado en la carpa tras pagar su entrada.

Tras los acordes desafinados de un par de trompetas, salió a la pista un anciano de unos setenta años disfrazado con una ridícula calva postiza y unos grandes zapatos que, pese a que le restaban agilidad, no disimulaban la decrepitud de una más que evidente artrosis que le hacía tropezar una y otra vez para solaz de los chiquillos y estremecimiento de los mayores, que tan solo veían ante sí a un pobre e inútil viejo. Evidentemente era Corcocho, el padre de la payasa que iba tras él, una cuarentona de cejas pobladas y que exhibía una repugnante verruga en su nariz, y el abuelo de la payasita que salió después, tras cinco minutos de hacerse de rogar, una chiquilla de unos siete u ocho años que no podía disimular la ilusión que le causaba verse vestida de aquel modo y que no paraba de sonreír de forma estúpida y saludar sin ton ni son con su mano izquierda.

Mientras el viejo presentaba a su familia, madre e hija salieron disparadas hacia la gente que, aunque sorprendida, no paró de reír. Cuando regresaron con Corcocho, levantaron sus manos exhibiendo las decenas de carteras que habían robado a los incautos espectadores.

“¿Quiéngggggg ogsss ha robado lagsss carterigggtassss? ¿Quienggggggg?”, preguntó el payaso arrastrando una g en cada palabra para potenciar su escasa comicidad. Unos gritando “ella” señalaron a la madre mientras que el resto, gritando igualmente “ella”, señalaron a la niña. Aunque Corcocho, haciéndose el sordo, volvía una y otra vez a plantearles la misma pregunta “¿Quienggggg?”.

Cuando comenzaron a cesar las carcajadas por el descaro de aquella peculiar familia, las trompetas que habían anunciado al abuelo del clan, atacaron una canción muy conocida, uno de los éxitos de cierto grupo de moda. Pero en vez de salir a la pista alguno de los miembros de aquel grupo, apareció otra payasa, de edad similar a la de la hija del payaso, que con la cabeza exageradamente inclinada hacia atrás batía enérgicamente un enorme abanico. Corcocho, casi sin inmutarse por la presencia de la recién llegada repitió su pregunta. Y cuando la gente señaló, ya casi sin gana, a su hija y a su nieta, exclamó, señalando a la payasa del abanico, un estridente “Noooooooog, hag sido egggggggstaaaa” que rubricó con un sonoro guantazo que casi derribó a la payasa.

El silencio que se hizo a continuación fue únicamente interrumpido por los desaforados aplausos y bravos de unos pocos individuos que se encontraban en la primera fila. La sorprendida dueña del abanico, con la cara aún enrojecida por el golpe, enarcó sus cejas de la forma que solo los payasos sabían hacerlo para prorrumpir en desconsolados hipidos, al estilo de Charlie Rivel. “Si yo solo heggggg roggggbado un pogggggquito, pero no togggdas egsasss cargterassss”. Mientras la payasa del abanico se excusaba de aquel modo, la repelente payasita, sin dejar de sonreír soltó la mano de su madre y dio una vuelta a la pista exhibiendo las carteras como lo haría un torero que brinda al público las orejas o el rabo del toro que le ha hecho merecedor de esos trofeos.


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