1928

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1928

“Ismaelito, mi cielo, deja de preocuparte y tomate el café que se te enfría”, le dice la anciana con ternura, sus palabras apenas son escuchadas por el hombre cabizbajo sentado en la silla de ruedas, consumido en un fuego interno, con la piel oscura, acartonada. Acaba de recibir misiva de Argelia, donde la familia pasa trabajos a pesar de recibir la pensión y él se encuentra atado a dos ruedas después de ofrecer su vida por la legión. Se alistó con el ímpetu de poeta, destinado a Galípoli donde, después de tres intentos de desembarco y la disentería, todos sus compañeros murieron y el salió con un balazo y sordo del oído izquierdo. Reposta en Alejandría, Serbia y Ucrania con el Cuerpo Expedicionario de Oriente en los frentes más desoladores de Europa y Asia, el oriental y el soviético. Pasa a las trincheras de Verdún, estacionado por más de dos años, con el pie izquierdo congelado y la gangrena devorándolo, le llega el dolor mayor por la amputación de su pie, queda inválido y atado a una silla de ruedas. La baja la obtuvo con honores, se ilusiona, se casa y tiene hijos. Viaja solo a su tierra y lo reciben como héroe en el teatro Baralt y Pérez Soto en el palco presidencial, como representante del gobierno. Siete años después, regresa otra vez, una vez más solo y las lágrimas de impotencia ya no le dejan ver las condecoraciones ganadas: la Interaliada, la de Verdún, Distintivo de Herida y el Cordón de Honor al Mérito de la Legión Extranjera. La parálisis de la pierna izquierda no le brinda calma, dolor y más dolor, y la gangrena que sigue devorándole el cuerpo y el espíritu, no sana. La desesperación le ronda desde hace varias noches, noches de septiembre, escribe revulsivo y esa tarde se despide de la madre, “Mamá voy al cuarto a descansar” comienza lentamente a rodar su silla, desganado, la mira con resignación, pero no la mira a ella, mira a lo lejos y ve a Therése, acompañada de los pequeños Emiliane y Alexis, se dice para sí “Tiene razón ella, mantiene el cariño por él, pero no tanto como para dejar a los suyos y aventurarse en tierra extraña...”, desaparece la silueta en la fría oscuridad de la habitación, afuera aguarda el resplandor caluroso de la calle marabina, esa luz que intenta entrar por cualquier resquicio de ventana o puerta. Atisba en un rincón el uniforme caqui y el quepis blanco, el cinturón de cuero y la pistola Ruby española. La madre lo ve cerrar la puerta, se da vuelta y entra en la cocina a preparar la cena, cuando el estallido del disparo la rebota como exhalación hacia el dormitorio del hijo, lo encuentra tirado entre la cama y la silla, casi de rodillas, con los ojos cerrados y la rosa de sangre en el camisón blanco, recién lavado. Bastó una bala en el pecho y el sueño truncado en una edad temprana. Todo era claro antes y ahora para la madre es oscuridad total. La despedida estaba elaborada hace días, el pensamiento ahoga las palabras que brotan bien escritas a pesar de su ánimo enclaustrado. Se despide ya sin esfuerzo: “hermano, zozobró el navío. Ponme un ramo de rosas a la cabeza de mi lecho y un cirio a mis pies”.


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