La campaña de las municipales

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-“Irina, cielo, cámbiale el vaso al remilgadito éste”.

Aquella chanza solo se la podía gastar Manolo a Perfecto, porque de haber sido a Riquelme la velada del sábado no solo hubiera acabado más de dos horas antes sino que habría tenido su punto final en el box de algún hospital.

-“Venga, Perfecto. No te enfades, hombre. Y reconócelo: eres un tiquismiquis de padre y muy señor mío. Lo que tenía el vaso era una manchita de cal. Nada más. ¡Que yo no soy como tú! Si no acuérdate de cuando iba con Marina a todas partes durante la campaña y lo que me tenía que comer y beber.”

Perfecto esbozó una comprometida sonrisa y, como preveía, volvió a escuchar de boca de Manolo cuanto le sucedió, cuatro años atrás, durante la campaña a las elecciones municipales.

El propósito de Marina, la candidata a alcaldesa era bien claro: había que recabar apoyos y votos. Ambos no solo tenían la misma importancia, sino que se complementaban a la perfección. Y para ello nada mejor que pedir el voto casa por casa.

Lejos de organizar fiestas infantiles o mítines en los centros sociales a los que acudían decenas de esperanzados ancianos, como hacían sus rivales, prefería concertar una visita y que fuese el propio anfitrión quien con unos sencillos carteles de elaboración casera convocase a los vecinos. Pero, claro, había vecinos y vecinos. Si se daba la circunstancia de que había algún conflicto en la comunidad por causa del ascensor o de los contadores del agua o de la luz, o bien algún impago de alguna reparación comunitaria, pues simplemente el conflictivo habitante del inmueble se quedaba sin disfrutar de la visita. Y aquello era algo que lamentaría no, obviamente, por dejar de saborear los hojaldritos revenidos rellenos de paté o la cerveza tibia servida en vaso de plástico, sino por perder un tren que muy raras veces se tiene ocasión de coger. Aquellas visitas podrían llegar a ser más valoradas y deseadas que la misma Cabalgata que se celebraba el cinco de enero.

Una de ellas tuvo lugar en casa de Galindo Calpino, un ex militar que tras salir del ejército fue detenido en varias ocasiones por diversas peleas en los bares que frecuentaba y también por amenazar a la ex novia de su hijo mayor con una navaja de Albacete. Pero a pesar de aquellos oscuros asuntos, Galindo era un miembro muy influyente en el partido por los muchos contactos que tenía entre los empresarios de la ciudad, entre los que se hallaba Manolo.

Marina sabía que el ex militar había hecho muchos favores a mucha gente, y también sabía que era hora de que esa misma gente le agradeciese esos favores. Y qué mejor manera de saldar aquellas deudas, teniendo en cuenta la vinculación de Galindo con el partido, que con un simple voto. Sin lugar a dudas una idea tan brillante y prometedora que durante toda la tarde de aquel día Marina exhibió una franca y radiante sonrisa mientras estrechaba manos y manos en el salón del ex militar y fingía caricias a toda la chiquillería que allí se congregó en compañía de sus padres. La misma sonrisa y expresión de felicidad que transfiguró el rostro de Galindo que sabía que su hijo menor, en pago por aquel favor, sería empleado en la oficina de la fábrica de Manolo con un trabajo que sería absolutamente compatible con su estulticia y su vagancia. Y la misma, como no, de la que se contagió Manolo, al que se le aseguró la contrata por la que iba a suministrar el calzado deportivo del principal equipo de fútbol de la ciudad. Realmente, un paraíso de dicha por el que bien valía la pena disfrutar de aquel ágape servido en cubiertos de plástico y sobre cuyos vasos no era raro encontrar alguna mosca cuyo cuerpo se dejase mecer por unos centilitros de zumo de cebada.


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