Los pájaros vuelan, los hombres odian.

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Miro atentamente el ala del avión. Me concentro en ella mientras el sueño trata de vencer a mis párpados. El tío gordo que está a mi derecha se quita una legaña y yo aprovecho para robarle su sitio en el reposabrazos. <<Jodete cabrón, no pienso quitarlo de ahí en todo el viaje>> Pienso mientras le miro a través de los cristales oscuros de mis gafas. Es primera hora de la mañana y el sol todavía es un recuerdo del día anterior, pero yo siempre llevo mis gafas puestas. Es como quitarte los ojos y guardártelos en el bolsillo. Si no pueden ver donde miro es como si desapareciera. Creo un vacio a mí alrededor escondido tras unos cristales polarizados.

Los motores rugen, se calientan, y yo pienso que no voy a dudar en pagar cinco euros por una lata de cerveza. Me pregunto cuál sería el precio máximo que estaría dispuesto a desembolsar a esos cabrones a cambio de una lata de Heineken en un vuelo de tres horas.

Miro a la derecha a través de mis gafas de sol, un chico joven con camisa de cuadros y barba, lo que sería un chico estándar hoy en día, tiene las manos apoyadas en el asiento delantero y apoya su cabeza en ellas. Tiene los ojos cerrados y la boca torcida en una mueca. Diría que está rezando para que el avión no se estrelle o algo así, pero no va a servir de nada, yo he deseado lo contrario decenas de veces y a nadie de arriba ha parecido importarle.

Miro al tío que hay a mi izquierda, es un hombre de color con las uñas largas y abundante barba que mastica nervioso un chicle y pasa las hojas de una revista sin ni siquiera mirarlas. Gira la cabeza hacia la ventanilla, luego mira arriba y de nuevo a la ventanilla. Escruta el ala con los ojos y luego me mira a mí. Sus pupilas y las mías están observándose directamente a pocos centímetros, pero soy el único que lo sabe. Tras mis gafas yo soy el amo y señor de todo cuando veo, soy un crítico severo de pensamientos despiadados y odio corrosivo, pero hoy tengo un buen día. Ahora el tipo vuelve a mirar por la ventana y se pasa la mano izquierda por la cara varias veces. El hombre está bastante nervioso. Pienso en cuales deben ser las estadísticas en cuanto al número de gente que pasa droga escondida en el culo por la frontera.

Me fijo en el capullo que hay detrás de mí, está moviendo lentamente la cabeza en círculos con los ojos cerrados. Fantaseo con que si los dos fuéramos en coche le desabrocharía el cinturón de seguridad y pegaría un frenazo y rezaría para que se desnucara o se reventara la nariz contra el salpicadero.

El tipo de color cada vez está más nervioso y yo espero agazapado a que quite su codo del reposabrazos por un segundo para hacerme también con ese. Entonces la azafata pasa comprobando que tengamos el cinturón abrochado, yo tapo mi regazo con el libro de la Catedral de Raymond Carver para que no vea que no llevo puesto el mío. En realidad podría ponérmelo perfectamente pero si finalmente el avión se estrella quiero ponérselo difícil al encargado de recoger los cadáveres y que tenga que cargar con el mío varios metros.

El gordo al que le he quitado el reposabrazos derecho esta contándole a una mujer, que va al lado del joven con miedo a volar, que fue policía nacional en el País Vasco cuando la movida con ETA estaba en su pleno apogeo. Le dice que dormía con las botas puestas por si sonaba la alarma en el cuartel, pero que se hartó y ahora es comercial de teléfonos porque le gusta levantarse por las mañanas sabiendo que volverá  acostarse en su cama por la noche.

La señora lo mira atentamente y él no para de carcajear de una forma tan estridente que me pone los pelos de punta. El tipo lleva los hombros de la americana negra espolvoreados con tanta caspa que todo el avión podría ponerse a esquiar sobre su espalda. El tío cada vez ríe más alto y con más fuerza, se hace una evidencia a gritos que pretende ligarse a la mujer y a mi cada vez me apetece más clavarle un bolígrafo Bic en la garganta y ver como un pequeño chorro de sangre sale por el tapón azul como una de esas fuentes para el salón que tiran y recogen la misma agua una y otra vez. Sería hermoso y reconfortante para los demás pasajeros oír como sus risas y berridos se van ahogando poco a poco como el que tira una radio al agua.

El avión empieza  moverse y a coger velocidad en la pista. Me acomodo en el asiento y me vuelvo a concentrar en el ala. Pienso cuanta velocidad hace falta para que la presión que hay bajo el ala sea mayor a la de la parte superior y así el avión despegue.

Veo como las pequeñas piezas móviles empiezan a coger ángulo y todos notamos como poco a poco el aparato empieza a subir. Me concentro con todas mis ganas en el motor y pido a quien quiera que me escuche que empiece a salir humo de uno de ellos. El aparato se eleva cada vez más, intento imaginarme quien me echaría de menos si muriera o quien lloraría en mi entierro. La lista no es muy larga.

Pienso en el hipotético trabajador que recogería mi cadáver varios metro alejado del avión y la conversación que tendría esa noche con su mujer. Decido poner a prueba mi mente y mis deseos y comprobar hasta qué punto Dios me haría caso. Pido una y otra vez que el avión dé un movimiento inesperado y se estrelle en un despegue mal efectuado o por culpa de un fallo mecánico. Que nos jodan, en este avión solo hay hijos de puta y escoria. Siento pena por los planificadores de los informativos que tendrán que buscar noticias de mierda para rellenar el gran hueco que podrían haber ocupado con un accidente aéreo.

Sigo poniendo a prueba mi influencia en el universo deseando cada vez con más fuerza que el avión se convierta en un amasijo de hierros y fuego. Miro al tipo que reza apoyado en el asiento, me pregunto que ve en el Dios que no tenga yo para hacerle más caso que a mí. Me imagino al chico atado en el ala del avión y este despegando y yo gritándole:

-¡Reza, reza! Cada vez estamos más cerca de Dios-. Y el llora y llora hasta que la presión del aire es tan fuerte que arranca su torso de los brazos y sus miembros se pierden en los cielos. Y yo me tranquilizo un poco.


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