EL ESPERANZA (PARTE 1/4)

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Era un pequeño pueblo de un modesto país, situado a los pies de un monte, con un lindo y exuberante bosque, y bañado por un inmenso mar azul, que era el sustento y la vida de aquel pueblo. Sus casas eran de una sola planta, y los seres que allí habitaban era gente sencilla, humilde, trabajadora, eran alegres, pero también había personas tétricas, vestían de luto, con negros pañuelos que cubrían sus cabezas, porque la mar, esa fuerza de la naturaleza, en un momento determinado, le robó lo que ellos más querían. Todo el pueblo vivía de la pesca, eran pescadores, y muchas familias del lugar habían perdido algún miembro de su parentela porque la mar se lo había arrebatado. Tenía una linda iglesia con su alta y erguida torre con cuatro campanas. Su recinto se llenaba de feligreses todos los domingos, los días de fiesta mariana, y sobre todo, cuando la galerna enseñaba sus garras y la mar se embravecía. En esos días la gente acudía a la iglesia a rezar, a pedir a su VIRGEN DEL CARMEN que todos los barcos que estuviesen faenando en la mar, regresasen sin contra tiempo alguno y sus tripulantes desembarcarse sanos y a salvos. El tiempo de galerna eran días de tristeza, de temor, pero aquella gente sabía vivir con aquellos temores porque era su vida y no sabían otra forma de vivir, de ganase la vida. Su párroco, hombre maduro, siempre con el pitillo en la boca, con su bonete, que nunca se lo quitaba, excepto dentro del templo, era enjuto y un poco alto, pero se adivinaba, por su edad, que estaba menguando, puesto que las personas mayores, cuando llegan a cierra edad, el cuerpo cambia su aspecto corpóreo. Era el buen samaritano, el que cuidaba el alma de toda aquella gente, y siempre estaba a su lado cuando alguna familia perdía alguno de sus miembros, o cuando la desgracia hacía meya en los habitantes del pueblo. También tenía una escuela donde los más pequeños iban aprendiendo las cuatro reglas de cultura y educación, porque aquella escuela era la cuna, la fuente, de los futuros pescadores del pueblo, y sus niñas sus futuras madres y ayudantes de los esposos. A dicha escuela acudían una veintena de niños y niñas de todas las edades, puesto que tan solo existía una sola escuela, y su maestra, DOÑA INES, ya mayor, un poco gruesa, con la cara curtida por el tiempo, arrugada, era soltera, pero quería mucho a todos sus alumnos, los quería como si fuesen hijos propios, ya que a ella le hubiese gustado ser madre, y el tiempo, o quién sabe, le privó de su maternidad. En cualquier día lectivo era fácil ver a la maestra y a sus alumnos de paseo por los alrededores del pueblo, o internándose en la espesura del bosque dándole a sus discípulos nociones sobre los habitantes de aquella arboleda. Les hablaba sobre de sus árboles, sobre su flora, sobre sus animales, pero sobre todo les hablaba de la vida, de aquella vida que algún día ellos tendrían la oportunidad de vivir y de decidir. Era buena maestra, y como todo pueblo pequeño del litoral, tenía su pequeño puerto, donde los barcos iban y venían de su faena, de robarle al mar sus hijos para poder sobre vivir, para alimentar a la familia. Traían abundante pescado, pero algunas veces sus bodegas venían vacías, bien por el tiempo, o por falta de suerte. Poseía un muelle donde atracaban los barcos y los resguardaba del oleaje, y del mal tiempo, para que las embarcaciones no sufrieran daño. En su muelle se podía apreciar barcos atracados, redes extendidas en el suelo secándose, y gente arreglando los desperfectos de las redes sufridos en cualquier día de pesa. En el puerto había un gran edificio destinado a la venta del pescado que los barcos traían en sus bodegas, era la LONJA, hasta allí acudían diariamente gente de otros lugares para comprar dicho sustento y llevarlo tierra adentro con destino a otras ciudades.

Era un pueblo donde abundaba la gene mayor, se podía decir que era un pueblo viejo, gente de piel morena, curtida por la mar, gente que ha pasado toda una vida faenando en la mar, por ello, es fácil ver en el puerto, arreglando las redes, gente joven y gente muy mayor, gente enseñando y aconsejando a la juventud en tares de pesca. Una de estas personas es PASCUAL, “tío Pascual” le llaman sus convecinos. Todo el pueblo lo respeta y aceptan de buena gana los consejos que da el viejo pescador, es un hombre alto, fornido, sus rasgos denotan que en su juventud fue un buen mozo, de pelo corto y cano, así como su barba, su tez morena, de piel tensa, sin arrugas en su rostro, pero sus ojos lánguidos les delata la tristeza y el dolor que el hombre lleva dentro. Hace unos cuantos años, la mar, su mar, le arrebató a su ser más querido, su hijo, que un día apacible, de calma total, salió, como hacía diariamente, con su barco en dirección a los caladeros para llenar sus bodegas de pescado, pero al anochecer se levantó una enorme galerna y el barco de su hijo nunca llegó a puerto, por ello, a veces,   la mirada de PASCUAL se queda fija en la bocana del puerto por si “EL ESPÑERANZA”, su barco, vuelve a puerto trayendo en su proa a lo que más quería en su vida. El viejo pescador vivía con su nuera, la mujer de su hijo, viuda y con una pequeña niña de seis año. La mujer de su hijo se llamaba ROSA, y en su rostro se apercibía la tristeza de una gran pena, algo que le había partido el corazón. Aún era joven, guapa, vestía de negro en recuerdo de su memoria, desaparecido en la mar y jamás encontrado. El abuelo y la mujer de su hijo vivían en una bonita casa a las afueras del pueblo, cercana al bosque que accedía a la montaña. Vivian felices, pero siempre con el recuerdo constante del cabeza de familia, y el abuelo y su nuera, a veces, se ponían tétricos, pero la gran alegría de aquella casa era la pequeña, la nieta de PASCUAL, que radiaba alegría por doquier y era la razón de vivir de su madre y de su abuelo, y el viejo pescador quería con locura a su nieta. El desino le había quitado lo único que le quedaba en el mundo, lo que más quería, pero el mismo destino le agració con un descendiente de su propia sangre, una niña morena, fiel reflejo de su madre, y ella se entregó en cuerpo y alma a su hija. Sentía cierta debilidad por su hija, y para su abuelo era una perla preciosa que había que mostrar a la gente con orgullo. Se llamaba MARIA, era más alta que cualquier otra niña de su edad, de pelo suelto y largo.


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