Resultado de un deseo (capítulo 1/3)

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Hacía tiempo que le venía transmitiendo a Berto, mi actual novio, el anhelo de “instalarme” un piercing en el clítoris. Él no acababa de entender mi insistencia, pero yo lo tenía claro. Además (entre nosotros), Berto no era un hombre muy aplicado en la cama y, muchas veces, me veía en la obligación de sucumbir sistemáticamente a mi propia lujuria a través de la masturbación en privado. Más de una amiga comentó los placeres que ofrece un intruso clavado a flor de piel, golpeando tus zonas más sensibles en los momentos clave del éxtasis. El piercing vertical era una de las alternativas que había estudiado más seriamente, ya que es la más frecuente, y es bien sabido que ofrece una gran estimulación de la zona durante la masturbación y practicando el coito. Sin embargo, antes de realizar esta perforación debía consultar seriamente con un profesional, dado que no todos los chochitos pueden ser fresados con la misma facilidad.

 

De forma furtiva consultaba, casi a diario, páginas web de centros especializados que ofrecieran garantías higiénicas y sanitarias y, cuando localicé uno cerca de casa, esa misma noche le expliqué a Berto mis intenciones más inmediatas. Lejos de sentirse incómodo o de reprochar mi vehemencia me ofreció, incluso, regalarme la intervención por mi futuro cumpleaños. Salté de alegría en la cama, nos abrazamos e hicimos el amor. Lamentablemente, sin más pasión que otras veces. Al chico le costaba aguantar dentro de mí, enseguida se corría en el condón y yo casi no disfrutaba de sus polvos. He de confesar que, aunque Berto era una persona maravillosa, sexualmente se convirtió en una de mis frustraciones secretas más enigmáticas.

 

El sábado habíamos concertado una cita con el centro que, además de piercings, realizada tatuajes y ofrecía operaciones de estética bajo una estricta profesionalidad. Se trataba, por lo tanto, de un lugar muy prestigioso de la Ciudad Condal. Aquella mañana me aseguré de ir bien limpita y depilada ahí abajo, así como de llevar ropa interior nada provocadora o muy poco sexy. Al llegar nos hicieron esperar en una sala destinada estrictamente a instalaciones de piercings. La clínica era grande, e imagino que cada especialidad tenía su propia zona de espera. Berto parecía más nervioso que yo, y titubeaba mientras alucinaba con la habitación que ahora nos acogía. Al rato apareció un tipo totalmente calvo, de unos 40 años, corpulento y fuerte, con una bata verde hasta las rodillas y unos guantes de látex que sobresalían de su bolsillo. Nos sacó un expositor y mostró todos los modelos de pendientes coñiles. Hice mi selección tras explicarle lo que quería exactamente, y el profesional le pidió a Berto que esperara ahí mientras a mí me invitaba a una sala anexa. No era habitual aceptar mirones, básicamente para mantener unas garantías asépticas mínimas.

 

Al entrar en la sala contigua, el enfermero cerró bien la puerta y encendió las luces de trabajo que enfocaban, directamente, sobre una especie de silla de ginecólogo de diseño bastante simple. Luis me dio la mano presentándose y me comentó que necesitaba verme bien para conocer las posibilidades reales que ofrecían mis carnosas dobleces íntimas ya que, como dije antes, no todas las patatonas son aptas para el tipo de injerto que yo había escogido. En realidad tardé un poco en percatarme de que lo que me estaba proponiendo es que me bajara las bragas de una puta vez, pero no supo bien cómo expresarlo. Muy raro viniendo de un profesional. Su propia vergüenza me incomodo a mí más que a él. Intenté ser lo más natural posible y me desabroché el pantalón para bajármelo hasta las rodillas y, seguidamente las bragas en el mismo sentido. Luis se acercó a un dispensador de guantes nuevos y cuando se los hubo puesto se agachó frente a mí para intentar comprender la topografía que debía atravesar más tarde. No pareció muy concluyente su opinión y, agarrándome por la mano con suma delicadeza, tuve que llegar hasta la silla dando pequeños saltos. Al sentarme sobre un papel hospitalario que cubría el asiento empujó mis dos piernas cerradas hacia arriba para acceder más explícitamente a mis labios vaginales, que no dudo en abrir con los dos dedos de una sola mano. Me pidió que aguantara las piernas alzadas sujetándolas con mis manos, y así disponer de las suyas para examinarme con más detalle. Ahora sí que parecía obrar como un profesional. No daba la sensación de que estuviera manipulando el coño de una veinteañera, más bien parecía estar cambiando un enchufe de la pared. Y esas son, precisamente, las situaciones que más morbo me dan y más caliente me ponen. Y mi chico al otro lado de la puerta.

 

Luis se había sentado en una butaca móvil que sobresalía de la parte inferior del armatoste metálico sobre el que tenía mi culo clavado. Sus dedos tanteaban mi zona clitoriana y, por fin, se manifestó:

 

“Tienes suficiente piel para perforar aquí, tal como querías”

 

Eso me alivió porque, finalmente, iba a proceder con el trabajo y no obligaría a demorar una situación que empezaba a ser embarazosa para mí. Mi posición era bastante comprometida y para colmo, a medida que yo me relajaba, notaba cómo el principio de una excitación real subía por la médula espinal.

 

“Sentirás un pequeño pinchazo, intenta no moverte, será solo un segundo. Coge aire cuando yo te diga”, me advirtió Luis.


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