El origen de la caperucita roja

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La niñita alemana de once años Helen Klausmann corría por el bosque lo más deprisa que podía. La luz de la luna y las estrellas apenas atravesaban el denso dosel que formaban las copas de los árboles. Helen corría en la oscuridad, se afanaba en atravesar los arbustos, procuraba no chocar contra ningún árbol. Llevaba puesta una pequeña caperuza celeste y en su mano izquierda una cesta con comida.

Su corazón latía desbocado, y le ardía la garganta. No debió haberse apartado del camino. No debió haberse adentrado en el bosque. Pero lo había hecho, y ahora estaba metida en un buen lío.

No sabía si estaba saliendo del bosque o se estaba adentrando más en él. De dos cosas sí estaba segura: de que su afanoso y letal perseguidor cada vez estaba más cerca, y de que la visibilidad era cada vez menor. Apenas veía los troncos de los árboles recortados contra la tenue luz. Estaba oscuro como boca de lobo. Y nunca mejor dicho.

Porque el lobo no sólo era feroz, también era grande. Grande y peludo como un oso. Y veloz. Helen sentía a sus espaldas las pisadas del animal. Y un rápido y ronco jadeo. Ocasionalmente también lo oía gruñir.

Parecía estar cada vez más cerca. Creía oler los extraños efluvios de su pelaje y el salvaje olor a podredumbre de sus fauces semiabiertas. Helen aceleró la carrera, y pensó que se le iba a salir el corazón por la boca. Estaba completamente inundada por el miedo a ser cazado. A ser comido. Un miedo ancestral, antiguo, que desapareció con el descubrimiento del fuego, pero ocasionalmente reaparecía. El miedo a ser la presa de un depredador.

Ahora no veía absolutamente nada, no había en el ambiente ninguna traza de luz. Sólo podía sentir la humedad del bosque, nada más. Y los aterradores sonidos a su espalda, cada vez más cercanos.

Su brazo izquierdo chocó contra algo firme, probablemente el tronco de un árbol. Sin detenerse, Helen trastabilló y a punto estuvo de caer. La cesta con comida cayó al suelo y se desparramó su contenido. Helen la ignoró y, a pesar del lacerante dolor en el brazo izquierdo, continuó corriendo.

Si hubiese habido algo de luz, habría visto el otro árbol al que se aproximaba de frente. Pero en la húmeda oscuridad chocó de pleno contra él, a toda velocidad. Cayó al suelo. Trató de incorporarse, mareada, sangrando por la nariz. Tenía el tabique nasal roto. La pequeña caperuza celeste comenzó a mancharse de sangre.

Sentada en el suelo, trató de levantarse. Apenas consiguió ponerse en pié, volvió a caer al suelo, mareada, quedando de nuevo sentada. El suelo estaba húmedo, frío y blando.

Aguzó el oído. Reinaba un silencio sobrenatural. No se oía ni las pisadas del lobo, ni sus jadeos, ni sus gruñidos. ¿Habría conseguido darle esquinazo? Helen lo dudaba. Sentía la tibieza de la sangre gotear por su nariz, deslizándose por su barbilla. Era una suerte que no hubiese perdido el conocimiento. Trató de levantarse de nuevo. No lo consiguió.

El sonido le llegó por la izquierda. Un jadeo en la total oscuridad. Helen giró la cabeza en la dirección de la que provenía, pero no consiguió ver nada. Ahora estaba paralizada por el miedo. Otro jadeo, y esta vez no fue sólo su sonido. A Helen le llegó el cálido aliento, lo sintió con su mejilla. Otro jadeo. El ambiente quedó saturado de un olor a podrido que inundó a Helen de pavor. El enorme y feroz lobo estaba mortalmente cerca, y le estaba echando el aliento a la cara.

Helen sollozó. Estaba completamente perdida. Y paralizada por el miedo. Ya no intentaba ponerse de pié. El lobo estaba a su lado y ya era demasiado tarde.

Las fauces del lobo se abrieron y se cerraron en torno al cuello de Helen. Chilló. Con sus manos agarró al lobo por el denso pelaje de su grueso y potente cuello, tratando de apartarlo de sí. Uno de los colmillos del lobo seccionó la arteria carótida de Helen, y comenzó a manar sangre a borbotones, manchando el hocico del lobo y la caperuza celeste. A medida que se desangraba, Helen sentía como perdía el conocimiento. Ya no llevaba una caperucita celeste. Manchada de sangre, ahora era una caperucita roja.


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