El péndulo

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Escuche mi voz. No me separaré de usted en ningún momento – susurró moviendo ligeramente el péndulo de un lado a otro provocando que me adormeciera.        

      Era mi última esperanza. Los trastornos de mi carácter debían haber encontrado ahí su fin. No era religioso y no estaba dispuesto a un ridículo exorcismo. Cuando el aire dejo caer en mis manos la propaganda de la consulta de la señorita Brooks creí que era mi salvación.  

Melvin, relájese y cuénteme que está viendo – susurró la doctora Jane Brooks obligándome a abrir los ojos.        

      Aquella visión era un desierto de piedras. El cielo era completamente grisáceo y carente de sol. Caminé descalzo por lo que en aquel lugar me parecieron horas.  

Escuche mi voz. Estoy a su lado. Haga exactamente lo que yo le diga. Debemos accionar los resortes correctos. ¿Qué es lo que ve Melvin? – resonó por todo el cielo la dulce voz de Jane.    

      Miré a mi alrededor y vi un pequeño resplandor a no más de quince metros de mí. Me acerqué. Un hombre estaba sentado en un diván sonriéndome. Se levantó y me ofreció el asiento mientras servía dos tazas de té. Por supuesto se lo dije a la doctora.  

¿Cómo es ese hombre? ¿Cómo es? – me preguntó con insistencia Jane.        

      No supe describírselo con exactitud. Era un hombre común de unos cuarenta años de edad. Moreno y de complexión atlética. Seguro que era inglés por su atuendo y por el té. Le dije que era apuesto y amable.  

Si le ofrece asiento, hágalo. Túmbese en ese diván Melvin – me aconsejó.          

      La obedecí sin dudarlo. Estaba a nada de conseguir quizás mi respuesta y poder vivir en paz.          

      Me tumbé. Él educadamente retiró de mis manos la tacita. Se sentó a mi lado. Sacó un péndulo de su chaleco y lo movió frente a mis ojos tal y como lo había hecho Jane antes.

Querido Melvin. Soy el doctor Paul Hamilton. Escuche el sonido de mi voz. No me separaré de usted en ningún momento - me dijo. Confié plenamente en él de la misma forma que había confiado en la doctora Brooks.          

      Desperté en el mismo diván del mismo desierto de piedras pero allí ya no estaba Paul. Sobre mí, en el cielo, comenzaron a pasar nubes a muchísima velocidad y se escuchaban entre ellas las carcajadas de Jane retumbando en cada una de las malditas rocas.  

¡Doctora! Despiérteme por favor. Quiero salir de aquí ya. ¡Ayúdeme! - grité al cielo esperando angustiado una respuesta.          

      Estaba desesperado. Ella no me oía pero yo a ella sí. Se entremezcló una voz más en todo aquel caos. Vi una luz en el horizonte y allí estaba Paul caminando. Corrí detrás de él pero en vano. La luz desapareció y el doctor con ella. El desierto se transformó en oscuridad y lo único que quedó fue este diván en mitad de la nada y puedo ver el reflejo de sus caras en las veloces nubes.  

Gracias querida. Siempre fue mi alumna más aventajada, ¿puedo invitarla a un té, señorita Jane Brooks?- dijo el doctor Hamilton con su cortés tono de voz tomándo la mano de la doctora.    

Por suspuesto mi querido Paul. Discúlpeme Melvin, no fue nada personal. Sólo necesitaba su cuerpo - respondió con una sonrisa mientras abrazaba mi cuerpo ya poseído por Paul Hamilton.


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