Fábula

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«Mal demonio te lleve, mal demonio te lleve, mal demonio te lleve». Con estas palabras Candela castigaba día sí, y día también, el comportamiento de su hija. No comprendía la cansada madre que los quehaceres mal hechos y los olvidos frecuentes eran desaguisados propios de la edad, pues la pequeña apenas contaba con seis años. La chiquilla ponía voluntad en las cosas pero la imaginación la traicionaba, se le escapaba como volando y salía por la ventana; y ella detrás. Adiós a la cazuela puesta a calentar, al lavado de la ropa y a la echada de pienso a las gallinas.

Y su madre en el campo, viuda y trabajando como un hombre por un mísero jornal. ¡Pobre Isabelita!

            Al regreso del campo, fatigada y malhumorada, el desastre. Las gallinas hambrientas, las ropas sin lavar y la cazuela sin calentar; la niña jugaba con las flores, cercana al pozo. Y otra vez: «Mal demonio te lleve, mal demonio te lleve, mal demonio te lleve», le decía agarrándola del pelo rubio y ensortijado igual que anillos dorados y arrastrando su menudo cuerpo hacía la casa. Y así, todos los días.

            Hasta que una mañana en la que el viento soplaba cálido y removía la hierba seca y desarraigada del páramo hacia otras zonas menos desérticas. Allá, en el trigal, a Candela el corazón se le volvió por dentro; como un presagio.

            Ajena al mal presentimiento de su madre, la pequeña Isabel corría tras los rastrojos que alzaban vuelo y se alejaban revoloteando como mariposas de la añosa granja. Y mientras jugaba, en la casa, el agua se consumía, la cazuela se quemaba y finalmente ardía; en el fogón, había dejado olvidada la cazuela.

            De lejos, Candela, divisó la negrura de una humareda incesante; su casa en llamas en mitad de la tierra árida. Al grito, lanzó la hoz y se remangó el vestido. Veloces, sus huesudas piernas atravesaron los trigos. Cuando llegó, frente al esqueleto quemado y caliente de su casa, Candela perdió la razón. De un tajo, la furia le arrancó del alma el cariño que le tenía a su pequeña y clamó enfurecida: «Mal demonio te lleve, mal demonio te lleve, mal demonio te lleve». Al maldito y tan escuchado clamor, Isabel regresó a la granja. Y nada más verla Candela, con las brasas de la cólera otra vez encendidas gritó más alto, más claro, con fervor y deseo: «Mal demonio te lleve, mal demonio te lleve, mal demonio te lleve». No hubo terminado Candela de repetir aquella frase tres veces cuando el cielo se tornó gris y con parsimonia fue tiñéndose de sombras. Concluida la oscura cúpula, los vientos se arremolinaron presurosos y una columna de arena se alzó desde la tierra; casi tocaba el cielo. A cada uno de sus giros el tornado se hacía más grande y su silbido parecía pronunciar una escuchada letanía. Temerosa, Candela fue rauda a proteger a su hija que a unos metros de ella se limpiaba las lágrimas con el volante de su vestido. No llegó. Sin piedad, el diablo hecho de viento se la tragó. Se la llevó.


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