La revancha que surgió del fuego (capítulo 1/8)

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Contaré otro día la sucesión de extraños acontecimientos que acaecieron los siguientes días al regalo sorpresa que le ofrecí a Mónica (léase mi relato “Cerrando el círculo”). Mientras llega el momento, solo puedo adelantar que mi amiga acabó alojándose en mi casa temporalmente o, como ella dice jocosamente, “durmiendo con mi enemiga”. En realidad lanzaba esa frase con cierta retranca porque, si bien es cierto que, efectivamente, le proporcioné la experiencia más intensa de su vida, no es menos exacto que se llevó a cabo bajo determinados subterfugios que no acabaron de gustarle mucho. Decía que no estaba enfadada, pero no acababa de asimilar que yo le hubiera ocultado información aunque fuera "en su propio beneficio”. Y nunca mejor dicho, porque se “benefició” a dos machotes, uno primero y el otro después, en detrimento de mi propia participación.

 

Mónica llevaba ya tres semanas viviendo en mi casa. Nuestro acercamiento físico durante aquella tarde de autos abrió unas puertas a nuestra relación de amistad que ninguna de las dos pudimos ignorar. Ahora ambas experimentábamos el sexo la una con la otra con interés y cierta regularidad, algo que para ella era una novedad y, para mí, casi. La relación de amistad estaba siendo intensa y simétrica. Nos lo planteamos como algo temporal y, habiéndolo hablado mucho, decidimos que el amor no tenía cabida en este vínculo. Aunque la verdad, ¿quién es capaz de controlar un trastorno?

 

Muchas tardes, cuando Mónica llegaba a casa tras un día de trabajo duro en una gestoría financiera, nos sentábamos en el sofá a ver alguna peli, a descansar y relajarnos y, algunas veces, a recordar aquellos momentos de frenesí tridimensional que compartimos recientemente y que nunca se borrarán de nuestra memoria: un yupi precoz, un golem enorme, dos vergas excelsas, chorros de leche caliente sobre nuestras anatomías... sin duda ella aprendió más que yo aquel día. Y lo primero fue a abandonar a su novio de hacía 3 años, un pobre chaval reprimido y conservador que bloqueaba sistemáticamente sus impulsos, simplemente por tratarse de un ser asexuado. Y es que nos sorprendería saber cuánta gente sobrevive bajo los tabúes de unas convenciones sociales que ellos mismos dogmatizan.

 

La tarde de un lunes Mónica entró en casa, como siempre y, estando ambas relajadas en el sofá charlando de distintas cosas, dejó caer la primera de las bombas:

 

“El viernes he invitado a cenar a tu vecino”. Me quedé helada.

“¿Estás loca tía? No le conoces, es un puto pirado”, asentí tajantemente.

“Exagerada. Parece majo. Y quiero que te folle delante de mí”, afianzó la tía sin vetos.

“Jajaja... estás loca nena. Ya lo entiendo... ¿quieres ‘vengarte’?”, iba diciendo yo entre risas, mientras me levantaba a por un vaso de agua.

“Llámalo ‘revancha’. ¿Te gusta más así?”

 

No pude para de reírme, desde la cocina, durante su alocución. Me lo estaba tomando a broma, claro, pero a la vez, y siendo consciente de la seriedad y templanza de mi amiga al contarme su intención, me invadía un breve pero helado temor que, debo confesar, me inquietaba. Ese gilipollas de vecino mío llamado Rafa estaba ya ahí cuando me instalé en mi apartamento. Es un tío muy raro, una especie de friki de los ordenadores, todo el día en casa encerrado y haciéndose pajas frente a la pantalla. En los 5 años que llevo aquí no le he visto con mujer alguna, por muy fea que pudiera ser que, por cierto, es a lo único que podría aspirar. Es feo, desaliñado y sucio, tiene cara de obseso sexual, o de psicópata. Ahora sé que no lo es porque a día de hoy ya me habría violado. Pero el semblante es del todo desagradable y muy poco agraciado, sin morbo alguno ni espacio para la más minúscula de las fantasías. Cada vez que me lo cruzo por la escalera intento ser simpática, y a él solo se le ocurre desnudarme con la mirada. Alguna vez incluso le he visto babeando. Asqueroso, joder. En una ocasión me dijo, hace ya un año creo, que le “encantaba cuando (yo) me pajeaba”. Quedé perpleja. Le respondí algo parecido a “¿cómo puedes ser tan cerdo, tío?” e intenté desaparecer rápido. Es obvio que el tío tiene la oreja pegada todo el puto día a la pared de mi habitación, o a la del salón, y cuando me masturbo parece no perderse detalles. No es que yo aúlle como una gata en celo cada vez que me corro, pero mis gemidos, por muy leves que sean, especialmente al culminar, suelen manifestarse muy agudos y, por lo tanto, de fácil percepción si estás atento. El día que me soltó esa barbaridad me dio tan mal rollo que me tiré una semana entera sin hacerme una sola paja. Y andando por casa de puntillas. El problema es que al séptimo día ya no podía aguantar más y me alivié de lo lindo salpicando, incluso, la tele que tenía frente a mí. Fue de risa.


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