La revancha que surgió del fuego (capítulo 4/8)

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Esa noche llegué tarde, después de cenar. No había tenido ninguna cita, pero no me apetecía estar con Mónica en casa, así de simple. No suelo ser nada rencorosa, pero este asunto de mierda apestaba a idem. Y seguiría oliendo hasta el mismísimo viernes, para cuyo momento aún estaba reflexionando acerca de en qué modo tendría que actuar.

 

“Hola cielo”, me saludó al entrar yo en el piso. “Esta tarde al llegar he ido a ver a Rafa otra vez. He estado con él un buen rato revisando más vídeos y poniéndonos a tope los dos. No entiendo porqué no se ducha ese tío, es realmente un sucio. Apesta a sudor y a polla lacrimógena. Si no tuviera tanto aguante creo que ya le habría vomitado encima. Hoy me puse unas braguitas muy chulas, de esas que se desabrochan por los lados y, cuando me he descuidado un momento, el tío me ha sentado en la mesa del ordenador, me las ha abierto y ha comenzado a comerme el coño. Estaba tan mojada que podía oír cómo me sorbía entera. Uff, me he corrido en su boca, tía, se lo ha tragado todo, y le he dejado que me penetrara previas precauciones de látex. Cuando se incorporaba hacia mí para hincarme pude apreciar cómo apesta el jodido. Menos mal que dura poco y se salió rápido”.

“Buenas noches, guapa”, le saludé muy seriamente en tono burlón. Me metí en la cama y ya no me enteré de nada más. Pese a todo me había dormido enseguida. Creo que fue el puro agotamiento mental.

 

Jueves. Otro café. Misma nota. No estaba dispuesta a dejar pasar ni un día más así. No iba a permitir que llegara el día siguiente sin haber tomado una decisión determinante para con la situación que se había enquistado entre Mónica y yo. Parecía mentira que una broma derivada de una experiencia positiva estuviera causando tan mal ambiente entre las dos. Decidí que la única forma de afrontar el desafío de Mónica era adelantándome a los acontecimientos y saboteando sus intenciones. Si la confabulación se llamaba Rafa me había propuesto hacer de tripas corazón marcando mi territorio y exponiendo mis armas. Habiéndole dejado las cosas claras a ese tipo conseguiría desbaratar los planes de Mónica para el día siguiente.

 

Dándole vueltas a todo se hizo tarde, eran ya las 12 del mediodía y aún estaba en bragas por casa. Sin ducharme, tal cual, sin lavarme ni asearme, sin acicalarme ni ponerme guapa, me puse el primer vestido que pillé en el armario y me decidí a llamar a la puerta de Rafa. Toqué el timbre. Nada. Insistí. Ni caso. Y de repente:

 

“¡Vooooy!” oí a lo lejos con voz ronca. “¿Quién coño es a estas horas?”

“¿Estas horas? Tío, son las 12, joder. Soy tu vecina Eva”.

“¿Eva?” preguntó, más sorprendido incluso que yo misma por estar ahí.

“Sí, Eva, ¿te suena?”, le solté burlescamente.

 

Abrió la puerta con la cadena de seguridad asomando la mitad de la jeta de cerdo por la apertura. Tenía pinta de resacoso, lleno de legañas y con aliento de podredumbre.

 

“¡Coño, Eva! ¿qué puedo hacer por ti, preciosa?” inquirió el pequeño Torrente mientras abría la puerta completamente y me invitaba a entrar.

“Quiero hablar contigo, ¿te importa?”

“No, no, claro, pero es raro, nunca has estado aquí. No te gusto nada. Y no me extraña, la verdad”, soltó  en tono de resignación.

 

Entré hasta la sala central. Era todo un puro desorden. Ropa tirada, cajas de pizza con restos orgánicos, vasos con un líquido amarillento, colillas de porro en ceniceros rebosando, un Fleshlight con la goma negruzca sobre la mesa del ordenador al final del pasillo... Una luz tenue invadía todo el piso, y el olor era el propio de una cueva, mezcla de humedad y suciedad, de moho y polvo. Era un auténtico hazmellorar el sitio. Yo caminaba como si lo hiciera sobre huevos, evitando romperlos, más que nada por si, de repente, veía aparecer una rata correteando de un lado a otro. El lugar era el propio de un personaje así. Ahora sé de dónde sacó la idea Santiago Segura. Por casualidad advertí a un invitado tirado en uno de los sofás.

 

“¿Y este?”, susurré patidifusa.

“Es Kevin, un amigo mío que se quedó frito en el sofá anoche. Shh... tú ni caso”.

“Vale”, respondí zanjando el tema.

 

El tal Kevin, de tez oscura y pelo azabache al uno, barba desordenada y manos de estibador, daba miedo de verdad. Lleno de tatuajes “de talego” y con un aspecto bruto y desaliñado, era de fácil prejuzgar. Y nada le beneficiaba. No me hacía mucha gracia que un tipo así durmiera al otro lado de mi pared, la verdad. Menos mal que estaba KO y que no interrumpiría el plan que había trazado para con Rafa.

“Oye, a qué has venido Eva. He dormido poco hoy y estoy hecho una mierda”.

“Te traigo un regalo muy personal”, le dejé caer de forma enigmática. “¿Cuál es tu habitación?”, pregunté.

 

Le seguí hasta un dormitorio acorde, por supuesto, al resto de la casa. Una cama completamente deshecha, arrugada, desordenada, con las sábanas atestadas de lamparones y ropa tirada aquí y allá, ceniceros a rebosar, una botella de Veterano vacía, y todo bajo el hechizo de un caleidoscopio aromático imposible de adivinar. Me senté en el borde del colchón y le acerqué hacia mí para pillarle el pantalón del pijama pringoso y bajárselo tirando de él mostrando, en casi toda su solidez, la excitación repentina de Rafa.


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