LA CASITA DE COLORES DE MARIELA

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Mariela era feliz, no necesitaba mucho. Tenía su casita en mitad del bosque adornada de los colores más impensables. Su mesa amarilla, su sofá azul, sus cortinas naranjas, sus puertas verdes, sus espejos adornados con hojas campestres; Toda su decoración de aquel pequeño arcoíris que tenía por hogar, la buscaba en el campo y la creaba ella. Se alimentaba y aseaba gracias a la naturaleza. No conocía el egoísmo, el rencor ni la verdadera maldad del ser humano fuera de aquel bosque perdido de la mano de Dios.

Pero un día en el río se topó con Edgar, un joven apuesto que paseaba con su precioso caballo albino.

Como es de esperar, Mariela y Edgar se hicieron muy amigos. Se veían cada día en el mismo lugar, conversaban y se asombraban cada vez más de las vidas tan diferentes que tenían.

Él no comprendía cómo podía ser feliz sin dinero, sin criados, bufones para sus horas muertas de aburrimiento o mujeres que bailaran cuando a él le apeteciera. Ella no entendía para que necesitaba todas esas cosas pudiendo tumbarse allí encima de verdes hierbas, a contemplar las maravillosas vista que la vida le había otorgado, mientras los pájaros cantaban y el leve correr del agua a sus pies sonaba como una canción de cuna.

El día que el amor floreció en ellos, Mariela decidió llevarle al lugar más preciado, su casita de colores. Edgar al entrar allí quedó perplejo pensando que aquel "zulo de color" era del tamaño de cualquier baño de sus criados, pero decidió no disgustar a Mariela y irse vivir con ella, como se habían propuesto.

Ahora eran felices los dos. Los primeros meses de noviazgo todo era perfecto. A él no le importaba vivir en una casa descompasada de colores y adornos naturales. No le importaba tener una cama construida de palos y fina hierva con rastrojos, comían frutos, se aseaban en el lago y contemplaban cada noche las brillantes estrellas que desde aquel lugar totalmente oscuro lucían preciosas.

Pero todo cambió. Hasta en las mejores historias sale a flote la condición de cada uno, y en este caso, la de Edgar no era buena.

Cuando más enamorada estaba Mariela de él, comenzó a construir, o mejor dicho, derribar su maravilloso mundo. Las paredes cambiaron su color a un triste tono camel, encargó camas de su castillo, muebles y comida. Cuando Mariela protestaba o intentaba dar su opinión, un guantazo o una horripilante voz la hacían callar. Ya no la veía bonita con su olor, color y cabello natural; exigió traer mujeres que maquillaran, perfumaran y peinaran a Mariela.

Ya no quería ir al río, ni a ver las estrellas cada noche, ya no le apetecía dormir con él. Ni en su gran cama ni en la pequeña de palos y hiervas; claro que si no lo hacía, la reprimenda sería peor que tener a Edgar al lado toda la noche  ignorando sus lágrimas de dolor correr mejillas abajo.

Sus ojos no brillaban y en su hermosa piel blanca resaltaban los moratones producidos por golpes, que para ser sincera, le dolían menos que el corazón. Edgar había cambiado por completo, pero ella sin saber porque, no dejaba de amarlo ni podía separarse de él.

Un día tras una larga paliza que casi acaba con la vida de Mariela, decide marcharse de allí sin ser vista por él. Mientras camina sin rumbo, llora desconsoladamente pensando en cómo ha tenido que dejar su vida atrás. Su amor, su río, sus árboles y sobre todo, su casita de no colores. Pero por suerte, encuentra un pequeña cueva en la que poco a poco, mientras esperaba el nacimiento de la criatura que lleva en las entrañas, fruto de un amor que un día fue amor, pero que ya nada de amor quedaba;  preparó aquella cueva, mil veces más colorida que su antigua casita. Y le enseñó día a día al pequeño Cristian, que la vida, por muy oscura, tenue y apagada que pudiera parecer, siempre va tener una pequeña lata de pintura, para volver a darle color.


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