No hay tema para mi novela

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Llevo un tiempo dándole vueltas en la cabeza. Intento encontrar un tema original para una novela. Por más vueltas que le doy no soy capaz de dar con el quid. Incluso he intentado volver los ojos hacia mi interior, como las muñecas antiguas, para ver, si escudriñando en los recónditos rincones de las circunvoluciones de mi cerebro, apareciera ese argumento maravilloso, que me abra la puerta grande de la literatura. Debe ser algo que, con sólo leer la sinopsis, el lector se sienta atrapado como la mosca en la miel. Pero no se me ocurre nada y sé positivamente, que está ahí; que el filón de los argumentos novelescos, no ha hecho más que aflorar en la cantera literaria. Sé que es cuestión de tiempo dar con ello, pero no dispongo de todo el que me gustaría. Empiezo por buscar títulos sugerentes que estimulen la factoría de invenciones pero… que tontería ¿Cómo poner un título a algo que ni si quiera existe? Aún así, tengo la necesidad imperiosa de escribir. Necesito contar algo. Tal vez sea porque empiezo a sentir en mi nuca el gélido soplo de la parca; y esto aviva mi necesidad vital de dejar rastro de mí paso por este planeta azul. Descontando a los profesionales de la escritura, heroicos personajes, celebrados inventores, etc., el resto, ese innúmero enjambre que poblamos esta bolita celeste, no hacemos más que retroalimentar el sempiterno ciclo de nacimiento, crecimiento y muerte.

Los más, como han dejado su semillita, ya queda justificada su existencia. Han cumplido con la naturaleza, es decir, otro tonto más en clase. Con ese acto tan animal, como simple, queda satisfecha su necesidad. Pero, los que no hemos tenido el valor de clonar nuestra propia existencia, cuando el mecanismo de la cuenta atrás se dispara, nos entran unas ganas enormes de dejar constancia de nuestro paso por la vida y dejar una marca en su grueso tronco. Esto último, romántico y cursi al cincuenta por ciento. Sea por el motivo que sea, necesito ya, y ahora, dar por finalizada mi búsqueda.

Me acomodo en una terraza de la plaza mayor y tras homenajearme, merecidamente, con un gin-tónic, observo el deambular de la gente en todas las direcciones. Cada uno con su comisión, ajenos a mi cavilación. Intento imaginar que uno de ellos, uno cualquiera, se convierte, a mi antojo, en el protagonista de mi novela. Trazo en un instante, el boceto de su vida: su edad, a qué se dedica, su orientación política, incluso, si su afición es más de toros que de fútbol. Por su aspecto, lo encajo en un determinado grupo social, simplemente por su indumentaria. Modelo su pensamiento a mi gusto y gana. Le hago pasar por un montón de vicisitudes para al final, desecharlo por insustancial. Porque una vida gris, de personaje corriente, calco de muchos personajes cotidianos, ni tan siquiera es interesante para otros personajes, igualmente anodinos como él.

Ojeo la prensa ¡Por fin!, una noticia interesante. Este puede ser el tema que estaba buscando ¡Un político corrupto! Nada original pero, puede que en mis manos, esta pella de barro informe, se convierta en una fina pieza de loza. Rápidamente mi mente febril comienza a trabajar. Lo imagino con una gran mansión; regalo de un constructor cuyos terrenos han sido oscuramente recalificados. Realizando maravillosos viajes a países exóticos, rodeado de voluptuosas bacantes, falófagas frecuentadoras del famoseo. “Salidas” de cochinos programas televisivos, cuyas cadenas han sido subvencionadas suculentamente por su labor cultural. Y de nuevo me pregunto ¿Qué tiene de interesante? Lo extraordinario hubiera sido encontrar uno honesto. Esto sí que daría para escribir trescientas páginas de apetitoso best seller que devoran, ávidamente, los sufridos usuarios del “subway” madrileño. De todas formas trato, a mi pesar, de romper una lanza en favor de la clase política. Naturalmente, todos somos corruptos. Mucho más, si tienes la posibilidad de manejar, sin control, grandes cantidades de dinero que puedes adjudicar a tu antojo; y hacer creer a los incautos ciudadanos, que sin ti, no son nada.

Desechado nuevamente mi impulsiva idea…

Esto no interesa a nadie que no sea periodista. Estos solo necesitan un indicio para convertir en Jesús o Barrabás al primer bribón que baje la guardia o, peor aún, reprobar públicamente sin derecho a réplica, la conducta de notorios personajes; independientemente de la trascendencia de la noticia.

Me levanto. Doy un pequeño paseo por las calles del centro y me dirijo hacia casa sin abandonar mis atribulados pensamientos: Necesito un tema para mi novela. Está ahí. Es sólo cuestión de reparar en ello.

Al llegar a la plaza del Peso, me topo de sopetón, con Antoñito “el alegre”; con su inseparable y pasado radiocasete, amenizando el deambular de los transeúntes. Su desdentada y sardónica sonrisa de bobalicón; su paso acelerado, como si perdiera el autobús a todas horas, la música de Manolo Escobar a todo volumen, haciendo que todos cuantos pasan, giren la cabeza sorprendidos, al descubrir que no es una comparsa; tan solo una persona la causante de tal bullicio.

Se me enciende la lucecita ¡Ya está! La historia del “tonto” de cualquier parte. Ese, del que todos hacen escarnio, para deleite de una masa mezquina que descarga toda su rabia contra el más débil. Contra él, que por muchos golpes que reciba, nunca devolverá ni uno de ellos. Duro papel el de saco de boxeo. Quizás por ello, la naturaleza los priva de la maldad del resto. El tonto, el bobo, el retrasado. Sí. El que sirve de yunque de todos los golpes que somos incapaces de dar, incluso, en nuestra propia persona. Hacemos burla de él porque no queremos reconocer que ese papel lo desempeñamos todos en algún momento de nuestras despreciables vidas.

Por eso, Antoñito, voy a proponer que dejes de ser el tonto oficial y, que por turno, desempeñemos ese papel cada uno de nosotros.

Ahora, ya satisfecho, me fui forzando el paso, a casa; porque, por fin, tenía el tema de mi novela. El tonto que hacía reír a ciento.


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