Olor repulsivo

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Ben DeMiers condujo su auto hacia la salida de la casa. Se estacionó ahí y se apeó del vehículo.
Miró la casa con placer. La casa era tan bonita cómo en las fotografías.
La casa, era tan bonita que de hecho, alegraba la vista, el tejado, ribeteado de color carmesí, estaba un poco hundido a causa de las tempestades que habían sacudido la casa durante tres generaciones de DeMiers, pero más allá de eso, la casa era perfecta.
Fue un golpe de suerte, que su abuelo, al que nunca había visto salvo en fotografías, le dejase la casa después de morir.
Ben cerró la portezuela de su vehículo, un Plymouth Fury rojo del 85, y se acercó con interés a la casa de su abuelo. Insertó la llave en la ranura y dio vuelta a la misma.
Abrió un poco la puerta y al instante se volvió para vomitar, porque de dentro, le llegó un olor repulsivo. Un olor a muerte, olor nauseabundo, como de sangre.
Entonces, Ben, una vez que término de vomitar, se limpió el vómito que tenía en los labios con el antebrazo izquierdo, el antebrazo derecho lo uso para cubrirse la nariz, cuando entró en la casa tratando de descubrir que era aquello que expedía un olor tan inmundo.
Sacó su linterna de bolsillo y alumbró su camino. A medida que Ben caminaba en la penumbra y, cuanto más se internaba en la oscura casa, el olor se hacía mucho más penetrante. Caminó sin rumbo, perdiéndose en los pasillos de la descomunal casa, hasta que al fin llegó a la fuente de aquel olor infesto, una escotilla que conducía a un sótano. Ben sintió miedo de bajar ahí, no quería tener nada que ver con lo que hubiese ahí abajo, tuvo deseos de huir, de montarse en su Plymouth y salir de ahí, salir de la ciudad y del país, pero no lo hizo. En cambio, abrió la escotilla, el olor más repugnante que Ben haya olido jamás le entró por las fosas nasales. Ben intentó huir corriendo de la casa para buscar aire fresco, aire que se pudiese respirar, pero, antes siquiera de poder avanzar dos metros, se resbaló y, rodando por el suelo, fue conducido al interior del sótano, el interior de la cripta.
Dentro, había montones de cadáveres apilados sobre mesas, algunos ya eran solo huesos, otros apenas comenzaban el proceso de putrefacción. Ben se llenó con un horror indecible, porque al ponerse de pie, tenía los pies sumergidos en treinta centímetros de sangre sin coagular y las paredes estaban manchadas de sangre por doquier, incluidas huellas de manos sanguinolentas.
Atenazado por los horrores recientes, se acercó hacía uno de los cadáveres para asegurarse de no estar teniendo una alucinación. Entonces Ben se volvió loco, porque el cadáver que reposaba ahí, sobre la mesa de madera, con las patas sumergidas en treinta centímetros de sangre, era el suyo en estado de putrefacción, al cadáver se le había caído el labio superior, de manera que mostraba la hilera superior de su dentadura, proveyéndole de una sonrisa aviesa y ominosa. Entonces el cadáver abrió los ojos, Ben dio un traspié y cayó sobre su trasero, el cadáver se reincorporó y comenzó a castañear los dientes, toda la legión de cadáveres se levantó en el acto, se formaron como un grupo de soldados y, todos a la vez, avanzaron con las manos extendidas hacía Ben...


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