Miel amarga

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Miel amarga ¡Que contrasentido! ¿Verdad? ¿Cómo puede ser amarga la miel? O tal vez, lo que trata de explicar, en dos palabras, es que tras la miel viene la hiel. Yo me inclino por esto último. Casi siempre los comienzos suelen ser de miel. Pero a medida que transcurre la vida, el melado “regalo”, poco a poco tórnase en lento y penoso discurrir por la calle de la amargura. Más pronto o más tarde se produce la inexorable mutación.

Esto nos está bien empleado por depender de un cuerpo mortal ¿A quién se le ocurre nacer dentro de un cuerpo físico, más o menos agraciado? Si sabido es que esta contingencia no acarrea más que problemas y sinsabores. Mucho mejor habría sido prescindir de tan gravoso, y grosero lastre y nacer como espíritu puro. Qué mal gusto entrar en un cuerpo mortal que debe alimentarse y defaecäre[1] cada día de su existencia, como el de cualquier bicho.

Haciendo un rápido repaso mental, por las funciones metabólicas del cuerpo humano se llega a la conclusión de que son auténticas guarrerías. En cambio, un espíritu, prescinde de todas esas sórdidas ataduras a un cuerpo que más que soporte vital, es galera de las almas que pretenden tomar cuerpo. Por eso se afanan los místicos en repetir una y otra vez, que no conoceremos la felicidad hasta que nos libremos de las corpóreas ligaduras.

Analicemos los comienzos de uno cualquiera de nosotros. Tú, mismo. Un buen día, un instante antes de nacer, te encuentras nadando en un apacible y cálido amnios, ajeno a todo cuanto está a punto de suceder. ¡De pronto! El caos. Se produce una gran convulsión y, poco tiempo después, te ves forzado a pasar por un conducto tan estrecho, que tienes que deformarte y poner cara de carpa amoratada para poder librarte del repentino empellón. Claro, la primera reacción, es lógicamente lanzar un berrido por tan traumático acontecimiento. Y si no lo das, es peor aún, porque te sujetan, colgado de los talones, y te arrean unos azotes por no haber cumplido con tu obligación. Los niños, al nacer, deben llorar como es debido para mantener en sus niveles el valle de lágrimas.

Vemos ya que se cumple la mutación de miel en hiel.

Nada más venir al mundo, y para callarnos la boquita enrabietada, nos la llenan con un pezón, rezumante de leche, calentito, carnosito, blandito, que dan ganas de morderlo. Al principio, varias veces al día. Que aún siendo tú, nada más que un rollito de carne, ya cuentas los minutos para agarrarte ávidamente al redondo, turgente y repleto continente para libar con fruición, tan vivificante contenido. Después de que te has acostumbrado a las tres o cuatro tomas diarias, poco a poco, con perversa planificación, las van tasando hasta que finalmente, sin previo aviso, ¡se acabó! Te lo sustituyen por uno de goma o látex que, ¡ríete tú! del cambio. Como si tú fuera tonto. Esto es confundir la hípica con la épica.

Poco tiempo después, empiezan a darte un gachipuche verdoso, de pollo con verduras, que si no fuera suficiente con tener que tragar tan asquerosito bodrio, para más inri, te ponen caritas y voz de imbéciles, para ver si así consiguen engañarnos mientras lo tragamos.

Al final de tan sucinto análisis extraemos la inequívoca conclusión: miel amarga.

Parece como si cada vez que estuvieras a gusto, alguien, llámese como se llame, se empecinara en fastidiar tan agradable momento y, justo cuando realmente quieres, y suplicas, que te hagan el favor de facilitarte el último trance, desoyen tu voluntad y te alargan la agonía en aras de un acto humanitario ¡Jódete y baila María Luisa!

Se colige pues, que nuestro paso por la vida, se compone de tres minutos de gloria y el resto, es decir, treinta y tres, de tormentos de agonía. Por eso, vivir así, no es vivir. Para que encima te amenacen con reencarnaciones; ¡que no! una y no más Santo Tomás.


[1] Dicho en latín suena menos vulgar


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