Instintos Salvajes

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Llevaba un tiempo trabajando en esa galería de arte y mi trabajo era armar el sonido  para después quedarme ahí un rato sin hacer nada hasta que un catering del bar de la galeria traía comida.

Era LA galeria. la mas conocida, de renombre nacional, en la zona donde no llega ningun bus, donde las personas se conocen pero no se saludan. En el poco tiempo que estuve ahí trabajando pude identificar algo de lo que pasaba.  Era un lugar hostil. Los millonarios entraban con desdén por las grandes puertas doradas y no miraban a nadie fijamente aunque podías saber que ellos te tenían siempre en la mira. Andaban atentos de todos los movimientos, de todas las posibilidades que tenían para aprovecharse de algo, de todos los posibles peligros y ellos siempre iban haciendo en primera y ultima instancia lo que querían, sin titubear. Es difícil de explicar, pero es así: esas personas son los que deciden y derrocan leyes, presidentes, movimientos sociales, naciones. Es difícil imaginar que ocurre en  sus cabezas. Son distintos. Sus cerebros, sus miradas, el olor que emanan. Su forma de pensar las cosas, de racionalizar. En ellos todo es distinto. Si, ahora lo puedo ver con claridad: convivir con esa gente era, sin ninguna duda, como bucear con tiburones. Miraban un cuadro, lo contemplaban, daban un paso atrás y algunas señoras coquetas se animaban a soltar una frase que demostrara alguna sensibilidad superficial:. “maravilloso”, “genuino”, “voraz”. Palabras así. Los cuadros estaban colocados en las paredes con la misma frialdad que una prostituta muestra su cuerpo al cliente en una esquina oscura por la noche. La galería de arte era más que nada una vidriera, y estos  millonarios entraban con cheques que podían dibujar números inimaginables para llevarse el cuadro que se les plazca. Todo era un gran bussines. Y yo estaba ahí con mi culito virgen sentado en una silla esperando que un grupo de camareros traigan a la mesa esos platos llenos de pollo, langostas, conchas de mar, carne asada, cerdo, puré, ensalada. Los millonarios rara vez comían de esos manjares. Yo me llenaba el plato y masticaba tranquilo como quien se toma un descanso en el trabajo. Nadie suponía que en realidad no estaba haciendo nada. Y cuando terminaba dejaba la musica sonando y me iba a mi casa. A la noche pasaba mi socio a desarmar los equipos de musica, y yo volvía al otro día, temprano, para volver a armar todo y quedarme dos horas esperando hasta que los camareros llevaban la comida a la mesa del fondo de la galería donde yo esperaba pacientemente. Mientras tanto pasaba el tiempo imaginándome la vida de estas personas. Supongo que ellos ni siquiera sabían bien porqué compraban aquellos cuadros, ya que no todos eran la tendencia del momento y no todos parecían tener un buen futuro en la cotización. Pero después lo comprendí: Ellos simplemente olían la sangre y se lanzaban por ella. Y había mucho viejo. Mucho viejo fofo y repulsivo. Algunos pasaban y me miraban como si yo fuera también un cuadro en venta. Me miraban con sus ojos abiertos salivando por los costados de la boca. Algunos estiraban la mano para tocarme lanzando algún gemido asqueroso. Yo los miraba fijamente, sin moverme, y ellos se detenían y seguían su camino. No mostraban enojo, ni furia, ni decepción. Nada. Simplemente dejaban de avanzarme y seguían caminando mirando los cuadros, como si nada hubiera pasado. Ellos iban por el mundo colonizando y violando todo lo que quisieran, todo cuanto quisieran, ya que todo tiene un precio. Pero cuando algo los detenía, simplemente lo olvidaban. Esa sensación no entraba de ninguna forma en sus mentes. Así pasé unos meses hasta que un día el tipo que me contrataba me dijo que ya no vaya más a trabajar. Creo que se enteró que me quedaba cada día un par de horas esperando para comer gratis y no le gustó. Dejó de llamarme. A mí no me importó.  El trabajo es así. Como las mujeres. Siempre aparece algo más, en el momento justo, y siempre es mas interesante que lo anterior, más fascinante, más deslumbrante. Con el amor pasa exactamente lo mismo. Pero de alguna forma me alivió dejar de ir a esa galería de arte a trabajar. Me pregunto cómo será ese juego en otros lugares del mundo. Milan, New York, Mónaco. Me pregunto si podría sostenerles la mirada en esos lugares. Si podía defender mi culo allí, frente a los que deciden todo con sus instintos salvajes. De todas formas prefiero no moverme nunca mas alrededor de esa gente. Por un lado ver esa locura puede tener un tinte surrealista, pero por otro también hay mucho peligro. Y recuerdo lo que me dijo un amigo alguna vez: “nadaste con ellos y no te comieron. quizás vos también seas un tiburón, sólo que no lo sabés”. Y bueno. No lo sé. Por lo pronto ellos tienen esa vida. Y yo tengo esta. Y sigo teniendo el culo virgen. Aunque quien sabe. Quizás dejé ir allí la oportunidad de ser un millonario de un día a otro. Y en lugar de estar escribiendo esto andaría por Madrid comprando arte, y eligiendo algún culo virgen para trabajar mí propia colección.  

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