HISTORIA DE UNA VIDA (2/4)

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En los últimos días de Enero y los primeros de Febrero del treinta y siete, a cualquier hora del día, dejaba la huerta, me dirigía a la carretera nacional, me sentaba en sus barreras de protección, y me pasaba las horas muertas viendo pasar a tanta gente proveniente de Málaga destino Almería o Valencia, donde se había trasladado el gobierno republicano. Daba pena verlos. Mujeres, niños, ancianos…caminaban cansados, con sus rostros desencajados, llevando consigo algunos enseres, la mayoría iban a pie, pero cualquier método de transporte de la época era bueno con tal de llegar a destino. Decían que Málaga estaba a punto de caer en manos fascistas, que huían de la posible represión del régimen de Franco, y mucha gente de los pueblos por donde pasaba esta muchedumbre, se unieron a ellos, porque si Málaga caía, todo el sur quedaría dentro de la zona nacional, y la represión sería un hecho. Yo no soy político, ni entiendo de política, mi vida ha sido siempre trabajar en el campo sumiso al terrateniente, pero me aflijo cuando veo la muerte en mi vecino, y aquella gente la llevaba consigo. Esa “huida” fue vergonzosa para el pueblo español, ya que, si huían de la represión, miles de ellos encontraron la muerte en esa insólita carretera. Este episodio de la guerra civil española, es poco conocido para el españolito de a pie, fue aberrante y, al régimen constituido, le interesaba callar la masacre de aquella carretera. Cayó Málaga. Casi todo el sur quedó bajo influencia rebelde, y empezó la gran represión, y mi pueblo no se escapó de tanta y tanta muerte. Si los libertarios, los republicanos, cometieron atrocidades, los franquistas le ganaron la mano. Ejecutaban sin piedad, a quien tildaban de rojo tenía las horas contadas. No había juicios. Todos los días había ejecuciones, mujeres y hombres eran llevados desde la casa Consistorial, paseados por las principales calles del pueblo, hasta el cementerio, allí eran fusilados. Los chiquillos nos aposentábamos en una céntrica calle para ver pasar a quienes iban a morir y, como no, ver el espectáculo de la gente gritándole y maldiciendo a los condenados. Un día, fue mi sorpresa, paseaban a cuatro hombres y una mujer. Cuatro habían formado parte del comité represivo, los otros era mi maestros y su esposa. Se me cayó el cielo encima al ver aquella estampa. No podía creerlo. El Cayuela no había intervenido en nada, incluso salvo muchas vidas, era de ideas republicanas y no más, pero fue sentenciado a muerte. Al pasar la comitiva junto a mí, mi maestro me hizo un guiño, quedé perplejo, helado, me sentí impotente, avergonzado, porque no podía ayudarle como él nos ayudó a mi madre y a mí. Con la llegada de los nacionales, la gente que huyó de la represión republicana, paulatinamente volvieron al pueblo, entre ellos mi padre, el “señorico”, su familia y demás pudientes huidos con ellos. Al “señorico” lo nombraron jefe de Falange en el pueblo, y ya se encargó de aquellos que intervinieron en la quema de su hacienda, pagaron por ello. Durante la guerra, fuimos, digo fuimos porque yo participé, poniendo las bases para reconstruir la casa quemada y dar el esplendor originario de aquella productivo huerta. Nos costó tiempo rehacer aquello, pero lo conseguimos unos años después de la guerra, en tiempos de paz, y todo volvió a ser igual, bueno, todo no, el odio se acentuó más. Quedé como peón fijo en la hacienda ayudando a mi padre, me enseñó a ser un gran agricultor, y también comencé a cobrar rentas y me convertí en su salvador en sus últimos años, todo me consultaba y no hacía nada sin mi aprobación.

Era una noche de verano, calurosa. Dormía plácidamente sobre mi rústico catre. Serían las tres o cuatro de la mañana cuando mi madre entró como un torbellino al cuarto, me zarandeó. Me desperté asustado. Mi madre me dijo que me diese prisa, que me estaban esperando en la casa grande. Cuando llegué a la casa había mucho bullicio, reconocí a cuatro o cinco ricachones, al médico y al señorito que entraban y salían de un dormitorio. Este me cogió del brazo y me hablo en el oído, abrió una puerta y me dio una nota. En la habitación había dos furcias muy mal pintadas, con aspecto desolador, se lamentaban, no las oía bien, pero lanzaban al aire feos improperios que yo nunca había oído. Yo tenía que llevar a las dos mujeres a la dirección indicada en la nota, era la casa de un taxista, del chivato, del hombre que limpiaba todas las vergüenzas de los “señoricos” del pueblo, era el hombre de confianza para limpiar la suciedad de los ricos. Las meretrices iban despotricando y blasfemando por el camino, decían que el viejo guarro gordo había muerto fornicando encima de una de ellas. El viejo guarro era mi “señorico”, el hombre ya no estaba para esos asuntos, pero su cabeza pudo más que su corazón. Entregué la “mercancía” al taxista para que la sacara del pueblo sigilosamente y volví a la hacienda. Mi padre me contó lo ocurrido. Fue una noche, una de tantas noches, de juerga de los ricos que acababan la fiesta con furcias en la casa grande, pero esa noche fue fatal para uno de ellos, un viejo verde prepotente, pero el médico certificó que su muerte se debió a un infarto de corazón, así lo hizo para acallar voces, pero su efecto fue contrario, más habladurías hubo en el pueblo a cuento de la muerte del “señorico”. El señorito, su único hijo, se puso al frente de la hacienda y de sus negocios, y yo adquirir cierta relevancia en su organigrama, era la mano derecha de mi padre, sembraba lo que yo aconsejaba, yo buscaba a los peones que cada día necesitábamos para labrar o recoger los frutos que daban de las tierras…y yo era el único que cobraba las rentas a los arrendatarios del señorito y le daba detalladamente cuentas de los dineros recaudados, también le daba cuenta de todos aquellos morosos para cobrarle intereses por la demora. No era compresivo, por ello más de una vez le oculté algún que otro moroso, pero no me arrepiento de ello. Fue pasando el tiempo y yo me iba forjando como experto agricultor y como hombre a la sombra de mi padre, quien me enseñaba con orgullo todo lo que él sabía, porque sabía que tenía enfrente un buen alumno, pero él también iba envejeciendo al mismo tiempo. Me lo dijo mi madre un día que él no estaba. Estaba preocupada por su marido, lo encontraba cansado, le notaba mucha vejez, cosa inusual en el que siempre lardeó de joven y fuerte. La preocupación de mi madre era comprensible, y así la pude constatar en mis observaciones cotidianas, pero no le di mucha importancia porque comprobé que estaba fuerte, pero en lo de la vejez supuse que era ley de vida, todos tenemos derecho a envejecer.


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