El pescadero y la superstición

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En el puesto número cuarenta y dos del antiguo mercado de "Sant Antoni", el marisco, se exponía desde siempre, en una de esas vitrinas expositoras con desagüe interior y temperatura controlada. 

 

Aquella mañana, el mítico pescadero gordinflón, colocaba el género sobre un lecho de hielo, esforzándose de ponerlo todo, de manera idéntica al día anterior y a todos los anteriores, en veinticuatro años de establecimiento.

 

Muchos años antes, en su primer día como pescadero, la inexperiencia y la inmediatez de la apertura del mercado, contribuyeron a la apurada y casual distribución del género sobre la vitrina expositora de marisco. El embolso fue tan provechoso, que desde entonces, el pescadero se volvió supersticioso hasta tal punto, de tomar por echó, que la mínima variación en su negocio, le provocaría la ruina. 

 

Dos días después, mientras destripaba un atún con su macheta de pescadería, se percató de que había un viejo gato hirsuto, apostado presuntuoso, sobre un cajón de madera, en una esquina en penumbras. El bicho lo examinaba de arriba abajo, con la mirada de vidrio inmóvil, como dos canicas fosforescentes. La mirada ilusoria del gato, atravesó el pescadero supersticioso en lo mas hondo. 

 

Algo pequeño y tirante le revolvió el estómago, una sensación de vaciedad que poco a poco iba sobreponiéndose a todo; el gato dejaba la premonición de estar ahí, desde mucho antes que él, y que inexorablemente seguiría estando incluso mucho después.

 

Cuándo se atrevió a mirarlo de reojo, sintió la absoluta certeza, que el gato no erá otra cosa, que una señal evidente del destino, que lo estaba poniendo a prueba.

Fue entonces cuando el crédulo pescadero, pronunció el juramento de alimentarlo, cada vez que el gato apareciera, con la única condición, que la pescadería siguiera funcionando. 

 

La mañana de veintitrés años y trescientos sesenta y cuatro días después, el azar detuvo ante el puesto número cuarenta y dos del mercado, un anciano paseante. 

 

El viejo arrugado, se quedó de piedra, ante la vitrina expositora de marisco. Todos ésos bichos inertes, colocados detenidamente sobré un lecho de hielo, le trasladaron en la memoria, a una ciudad en el otro lado del mar. 

 

Recordó como viejos y niños, se agachaban sin distinción, sobré los pies de señores, que seguían leyendo la prensa, mientras alguien lustraba sus zapatos. Y en el puerto las mujeres se arrojaban como chanchos en el barro, por algunas sardinas, que caían desde las redes de los pescadores. En la memoria, emergió con claridad, la cara rechoncha, de un rey sonriente, que colgaba en todas las paredes de los establecimientos públicos. Un rey que provenía de una antigua dinastía de mas de seiscientos años, y que los ciudadanos, recordarían por los siglos de los siglos, como el rey que contribuyó al desarrollo colectivo del país.

 

Durante todos ésos años, el pescadero nunca quebrantó su juramento, ni siquiera cuándo el gato, aparecía en la hora punta del mercado, y le hundía una mirada, como retandolo a duelo, que lo dejaba en ridículo delante los clientes desconcertados, qué no podían entender, la razón por la cual, arrojaba al gato mugriento, una pieza de pescado fresco, que ellos mismos hubieran pagado por llevarse.

 

Tres días mas tarde, el felino volvió a aparecer de improviso, como traído por las sombras de la noche, para acechar nuevamente a su presa.

El pescadero con la bata azafranada, cogió, y le tiró con resignación, la pieza mas fresca que tenía esa mañana, y entonces, tuvo la irremediable certeza, que el viejo gato maldito, habría de sobrevivirlo. 

 

Muchos años después, un peatón, que pasaba por la zona, concomido por la prisa, pisoteó sin percatarse de nada, una vieja placa oxidada, que ocupaba el lugar de una baldosa en el pavimento, y que conmemoraba los años de servicio, prestados a la ciudad, por un establecimiento.

 


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