Gildardo y la Píldora Azul

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Su chofer me llevó hasta una casa grande en la opulenta colonia El Atlántico. El auto se detuvo en una pequeña rotonda frente a la puerta principal. "El señor la está esperando", me dijo el conductor. Entré a la casa, de estilo neo-colonial, pero con decorado un poco más contemporáneo. Subí la escalera semi-circular, ancha, de doble altura, con baranda de herrería, el eco de mi taconeo irregular resonaba por toda la casa. Había subido más de la mitad, cuando me percaté que Gildardo me observaba desde el balcón del pasillo superior. Me ruboricé un poco por el paso tan poco elegante que los escalones de ladrillo desgastado me habían obligado a tomar, así que subí los últimos peldaños con más garbo.

Gildardo me recibió en la estancia del primer piso con una sonrisa chueca y morbosa, creo que estuvo muy complacido con mi atuendo; me dijeron que era un señor muy chapado a la antigua, así que me puse un vestido color perla, largo, entubado, pero con una abertura lateral que dejaba verme la pierna casi hasta la altura de las nalgas. Él veía mi cuerpo sin disimulo mientras me acercaba, ni siquiera pretendió verme la cara, aún cuando nos saludamos, primero se asomó entre los botones abiertos de mi escote para ver la raya entre mis senos, antes de finalmente levantar la vista y verme a los ojos.
Gildardo tenía como setenta años, traía una bata de noche de seda y una copa de brandy en la mano; si pretendía disfrazarse de galán otoñal de los cincuenta o si en verdad siempre viste así, nunca lo sabré. Señaló con la copa la alcoba y me condujo hacia allá poniéndome la mano muy abajo en la espalda.

La habitación olía a maderas finas muy viejas, olor casi indistinguible de la colonia de Gildardo. Sin pedir permiso, me bajó el cierre del vestido y dijo que pasara al baño adjunto para arreglarme. Me saqué el vestido y retoqué mi labial. Sobre el tocador había varios frascos de colonias caras pero viejas y una charola con pastillas para lograr erección de diferentes marcas, como si fueran caramelos; sólo esperé que se hubiera tomado la dosis adecuada y que no se fuera a quedar permanentemente "tieso" durante el acto.

Salí del cuarto de baño en zapatillas altas y usando sólo lencería; nada muy audaz, ya sé que los viejitos consideran "vulgar" ese tipo de ropa, eran unos calzones de corte alto que me tapaban casi todo el trasero y me llegaban casi hasta el ombligo, como de abuelita, pero hechos casi en su totalidad de encaje y transparencias que los hacían ver sexy. No pude conseguir un sostén con copas de misil como en los cincuenta, pero usé uno tipo retro, de media copa y que separaba mis senos.
Él estaba sentado en una poltrona antigua ya sin pantalones, sólo usaba la bata. Señaló con la copa un punto como a metro y medio de su silla y caminé hacia el. Me pidió que asumiera una pose y me quedara fija en ella; adopté la clásica de modelaje de lencería, con la cadera saltada hacia un lado y esperé que me observara, ¡y vaya que lo hizo!. Pensé que sólo quería tomar una fotografía mental, pero no, tomó sus anteojos del bolsillo en su bata y me observó profundamente, como si fuera una pieza de colección a la que se le buscan todos los pequeños detalles que revelan sus orígenes de fabricación. Reconozco que esto me intimidó un poco, hasta pensé que en algún momento podía sacar una lupa.

Me pidió que me desnudara. Ajustando sus lentes para enfocar mejor, se le quedó viendo fijamente a mi sexo, "En mis tiempos las vaginas eran tabú, y no se depilaban... me gustan estos tiempos", dijo, con su sonrisa de viejo verde. Me tomó de la cadera con fuerza para ayudar a levantarse. Con la copa de señalar, apuntó hacia una gigantesca cama, con postes labrados en las esquinas y muy alta. Me dijo que me inclinara sobre la cama, tan alta, que el borde llegaba casi a mi cintura y, sin dejar su brandy, me manoseó el coño desde atrás con toda la mano. "Bueno, ya hizo efecto esto, mira...voltea"; se abrió la bata como telón y dejó al descubierto una arrugada erección, de la cual parecía sentirse muy orgulloso.
Consciente de su cuerpo flácido y pellejudo, prefirió quedarse con la bata puesta y me penetró sentada sobre la cama. Me pidió que lo rodeara con las piernas mientras me follaba a medio ritmo. Después de unas mecánicas 50 repeticiones, me dijo que me pusiera a cuatro patas sobre la cama y de inmediato me empujó la verga de nuevo. Un par de minutos en esa posición y me empujó por las nalgas hacia la cabecera de la cama. Me puso boca arriba y me montó, apresurado a penetrarme como la verga se le fuera a enfriar. Controlaba sus ritmos, casi estoy segura que lo escuché contando, aún así, empezó acelerar el paso al mismo tiempo que gruñía y resoplaba con entusiasmo. La posición cobró factura, Gildardo empezó a aminorar la marcha, jalaba aire encima de mí como si acabara de terminar la maratón, aunque su píldora mágica le mantenía el pito parado. Se tiró a un lado y me dijo que lo montara. Empecé a moverme en círculos con su pito dentro pero, me dijo, "Las pastillas me entumecen la verga, ¡dale duro!"; así que empecé a subir y bajar sobre él; "Más rápido", gruñó, y empecé casi a brincar sobre su pelvis, pero no surtió mejor efecto sobre su palo vuelto a la vida químicamente. Se rodó sobre su costado al borde de la cama y me dijo que me hincara a su lado, "Vas a pajearme, agárrame la verga bien fuerte y jala con fuerza", me ordenó, como si fuera su mecánico asistente, y eso hice, lo pajeé como maquinita, a ritmo preciso y sin parar, hasta que Gildardo empezó con pequeños espasmos y su pequeña momia sacó un par de diluidas gotitas que resbalaron sobre mi pulgar.

Después de un suspiro, Gildardo se acostó viendo al techo y se cubrió con la bata, cruzó los brazos bajo su cabeza y me pidió que le pusiera sus pantuflas. De nuevo con su sonrisa chueca, me dijo, "Dile a Juan que te lleve adonde quieras".


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